El hombre moderno al que se le presenta frío el lenguaje de la liturgia, buscará con frecuencia “un refugio tonificante -a su parecer-, en las oraciones y prácticas devotas de un nivel espiritual considerablemente inferior al de las litúrgicas, pero que, para él, tienen la aparente y positiva ventaja de adaptarse a su complexión espiritual y a la de su tiempo”.
“Estamos en nuestro perfecto derecho al orar en esta forma, y jamás la Iglesia tratará ni de impedirlo ni de limitarlo, sino más bien de fomentar el ejercicio de este derecho. En este género de oraciones vivimos nuestra vida propia y nos situamos -si vale la frase- cara a cara ante Dios”.
Sin embargo la comunidad litúrgica reza con fórmulas universales, que pueden ser adoptadas por todos sin violentar ni frenar su vida interior (contrario a lo que sucedería si se usaran palabras o fórmulas muy marcadas por las necesidades o idiosincrasia particulares). Por supuesto, aunque aquellas fórmulas universales pueden ser adoptadas, muchas veces se necesita el sacrificio de olvidarse de uno mismo. Pero hay ganancias. Vean este largo pero completo final.
“En la vida de la liturgia -si vale la comparación- el alma aprende a moverse holgadamente dentro de un amplio y luminoso orbe, objetivo y espiritual, y adquiere, por decirlo así, esa libertad, ese señorío y nobleza de actitudes y de movimientos, merced al constante dominio y vigilancia sobre sí misma, que se obtiene, en el orden de las relaciones humanas y naturales, por el contacto con los demás hombres, por la convivencia con personas realmente educadas y por el trato con otros semejantes cuya conducta está regulada por una larga y tradicional costumbre de delicadeza y distinción sociales. El alma, además, va consiguiendo esa amplitud de sentimientos, esa serenidad y esa transparencia espirituales que dan la frecuentación, la familiaridad, si cabe la frase, con las grandes obras de arte.
Es decir, resumiendo: mediante la liturgia el alma consigue el gran estilo espiritual, cuyo valor y trascendencia nunca serán adecuadamente calculados.
(…) Al lado de la vida litúrgica y paralela a ella, debe cultivarse con todo esmero la vida de oración individual, por medio de la cual el alma expone libremente a Dios sus necesidades y sus íntimos anhelos, y se puede explayar espontáneamente dando rienda suelta a sus fervores, elevaciones y gustos puramente individuales. Precisamente, de esa vida se nutrirá la vida litúrgica y recibirá su calor y su matiz peculiar.
Si falta o fracasa la espontaneidad de esa vida de oración personal, entonces se convertirá la liturgia -con pésima suplantación- en forma exclusiva de vida espiritual, y bien pronto la veríamos marchitarse y degeneraren puro y mecánico formalismo exterior, frío y anémico.
Pero si, al contrario, desaparece y muere la vida litúrgica, y queda sola y desguarnecida la vida de oración particular, entonces, ya lo estamos viendo, la experiencia de todos los días se encarga de aleccionarnos crudamente y de vocear las desastrosas consecuencias de ese fenómeno…”
(En el día de la Inmaculada Concepción de María).