Pos no sé pa’ qué me metí a leer este libro. Está muy bien escrito, eso sí. Y me imagino que si se quiere conocer lo primitivo y rudo de la vida del campesino pobre mexicano de hace unos años, es mucho mejor esto que una película sangrienta.
Los relatos de Juan Rulfo de “El llano en llamas” son descarnados. Compasión y risa se alternan en uno cuando los lee. Es como un “Chavo del ocho” pero más real, más trágico, sin dejar de ser a veces cómico. No sé si la intención del autor es ser cómico (¿tragicómico?) o es una impresión mía. O si son así los mexicanos.
A veces me acuerdo del pueblo de Don Camilo de Guareschi. O de esos pueblos catalanes de la Costa Brava de los que contaba Josep Pla. En la sencillez y lo rudimentario de la gente. En la vida simple. Será por eso de “pinta tu aldea…”. Tienen algo en común, es solo eso. Pero no lo principal, solo algo. Porque son bien distintos. Más crudos. Estos son… ¿mexicanos?
No se pueden citar frases. La gracia está en leer un cuento completo, con sus muchas palabras y expresiones sencillas que hacen que el total sea algo a veces entrañable, a veces tristísimo. Y acompañando esas tragedias van unas descripciones muy intensas.
Está, por ejemplo, esa descripción del viento de “Luvina”:
-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
Qué terrible esa Luvina:
“...Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”
En “El llano en llamas”:
Ahora era un tal Olachea, con gente aguantadora y entrona; con alteños traídos desde Teocaltiche, revueltos con indios tepehuanes: unos indios mechudos, acostumbrados a no comer en muchos días y que a veces se estaban horas enteras espiándolo a uno con el ojo fijo y sin parpadear, esperando a que uno asomara la cabeza para dejar ir, derechito a uno, una de esas balas largas de «30-30» que quebraban el espinazo como si se rompiera una rama podrida.
Pocos pasajes apacibles. Como este comienzo de “En la madrugada” que me gusta tanto. Es como un amanecer pintado:
San Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío. Las nubes de la noche durmieron sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el sol y la niebla se levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas encima de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los árboles y de la tierra mojada atraído por las nubes; pero se desvanece en seguida. Y detrás de él aparece el humo negro de las cocinas, oloroso a encino quemado, cubriendo el cielo de cenizas.
Allá lejos los cerros están todavía en sombras.
Una golondrina cruzó las calles y luego sonó el primer toque del alba.
Las luces se apagaron. Entonces una mancha como de tierra envolvió al pueblo, que siguió roncando un poco más, adormecido en el calor del amanecer.
Y en el mismo cuento, este personaje:
Por el camino de Jiquilpan, bordeado de camichines, el viejo Esteban viene montado en el lomo de una vaca, arreando el ganado de la ordeña. Se ha subido allí para que no le brinquen a la cara los chapulines.
Se espanta los zancudos con su sombrero y de vez en cuando intenta chiflar, con su boca sin dientes, a las vacas, para que no se queden rezagadas. Ellas caminan rumiando, salpicándose con el rocío de la hierba. La mañana está aclarando. Oye las campanadas del alba en San Gabriel y se baja de la vaca, arrodillándose en el suelo y haciendo la señal de la cruz con los brazos extendidos.