miércoles, 19 de diciembre de 2007

Manso y abismal

Pemán me decía que a Dios lo refleja mejor la línea del lirio o de la rosa que la música de los vientos de la altura. Yo me rebelaba, porque Danielou me decía que tanto las regulares estrellas como la terrible tempestad son hierofanías, manifestaciones de Dios (y entonces porqué Pemán venía con eso de que “tal cosa te refleja mejor que tal otra”).
Luego venía Guardini y me decía que quizás la idea de Pemán se pueda asociar a la experiencia de Elías en el primer libro de Reyes, donde el profeta ve a Dios en la brisa suave y no en la tempestad o el terremoto.
Finalmente, hace poco vino Benedicto XVI y me dijo que Dios se manifiesta de ambas formas, manso y a la vez “abismal”.

La vivencia de Elías en el Sinaí, que no vio la presencia de Dios en el huracán, el fuego o el terremoto, sino en una brisa suave y silenciosa (cf. 1 Re 19, 1-13), se cumple aquí [se refiere al Sermón de la Montaña]. El Poder de Dios se manifiesta ahora en su mansedumbre, su grandeza en su sencillez y cercanía. Pero no por ello resulta menos abismal. Lo que antes se expresaba en forma de huracán, fuego o terremoto, ahora toma la forma de la cruz, del Dios que sufre, que nos llama a entrar en ese fuego misterioso, en el fuego del amor crucificado: “Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan…” (Mt 5, 11). El pueblo estaba tan asustado ante la fuerza de la revelación del Sinaí que dijo a Moisés: “Háblanos tú y te escucharemos. Pues si nos habla el Señor moriremos” (Ex 20,
19).

(…) Sin un “morir”, sin que naufrague lo que es sólo nuestro, no hay comunión con Dios ni redención.

Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 4 - El sermón de la montaña.

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