(...) En el siglo XXI la humanidad había vuelto a la creencia en dioses relacionados con las manifestaciones de la naturaleza. Aunque no los llamaba ya dioses (porque dicha palabra se utilizaba vulgarmente para referir a humanos destacados en alguna disciplina deportiva o dudosamente artística, y porque de Dios no se hablaba), los trataba como tales.
En una época, el más importante de los dioses era la diosa agua. Ella era el “origen de la vida”. De ella y solamente a través de una evolución biológica, se habían generado todos los seres vivientes. Se la adoraba de una manera especial cuando se visitaban los “templos” de los animales acuáticos, se buscaba con afán su rastro en los demás planetas del sistema solar que se exploraban, etc.
Estas creencias, que hoy nos parecen fábulas, eran cosa común entre la gente, incluso entre las personalidades consideradas las más avanzadas de la época. Hoy sabemos (lo que ya nuestros padres conocían), que el agua fue creada por Dios, el único y verdadero, y que en el tercer día ya estaba por Él reunida en los mares.
En cambio, los que serían los teólogos de aquel entonces, se entretenían con una especie de juegos de causas y efectos, de principios de principios, sin indagar en el fondo de las cuestiones. No hay que menospreciar, sin embargo, el legado que ellos nos han dejado en sus investigaciones y teorías, ya que las que se han comprobado ciertas han aumentado mucho en nosotros la admiración y amor por el Creador (valga decir, como ejemplo, que en un principio puede parecer inútil conocer tantos detalles acerca del origen físico del universo conocido y ubicar en una escala de millones de años el rango en que han surgido elementos como el agua; sin embargo, basta conocer algunos de esos estudios para quedar asombrado por la compleja riqueza de la creación, la maravillosa obra de nuestro Creador y su inmensa sabiduría). (...)