Cielo y tierra pasarán. Y mientras tanto pasan otras pequeñas cosas. Acaba de irse casi toda la casa de Emilia y Antonio, los vecinos de mis suegros. Solo queda la pileta de azulejos celestes y el cuartito de Antonio al fondo. Emilia tenía un garaje donde yo guardé el auto por algunos años. Me cobraba 50 pesos por mes y había que entrar medio de costado. Varias veces toque las paredes con el auto; yo recién empezaba a manejar seguido. A Emilia solía encontrármela cuando yo salía o volvía, o le tocaba el timbre para pagarle. Cuando todavía estaba más lúcida hablábamos, como todo vecino, del calor y del frío. Y cada tanto ella sacaba alguna anécdota de cuando trabajaba de secretaria en una empresa en Barracas. ¡Pobre, de grande siempre le robaban! Entraban haciéndose pasar por amigo de alguien. Ya conté hace mucho de la vez que le explicaban y no entendía. Ojalá esa inocencia le valga para ir al cielo. A Antonio, el hermano, casi no lo conocí. Era uno de los mejores amigos de mi suegro. Tocaba el bandoneón y andaba en bicicleta. Lo vi tocar una vez, creo que fue en el cumpleaños número setenta de mi suegro, cuando yo recién aportaba por ahí como novio. Había varias anécdotas divertidas sobre Antonio de cuando mis suegros lo llevaban de viaje con los amigos de Don Orione...
No sé qué necesidad tengo de anotar todo esto. Pero me va a servir para acordármelo. Algunas cosas ya casi me las estaba olvidando. Y no quiero.
Pues mucha gracias, Juan Ignacio.
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