sábado, 11 de junio de 2016

De vuelta al Adán (III)

Libro primero, I.

Acá las primeras menciones al tejedor de humo, al desertor de la ciudad. Al desprecio por los Lucio Negri que se entregan ebrios a las ilusiones vanas pero a la vez el arrepentimiento por no haber sido como el abuelo Sebastián y no darse entero a una causa.

Acá la filosofía y la teología, con el “vivir en otro por la eternidad de Otro”…

Al releer la filosofía marechaliana que abunda en este capítulo (que en definitiva es la cristiana, ¿no?) me di cuenta de una cosa. Él se pregunta “en qué intuiciones personales había conocido la inmortalidad de su alma”. Y uno de sus respuestas es: “en su increduidad, extrañeza o repugnancia de la muerte como total aniquilamiento”. Esto quizás algunos lo nieguen como “prueba de inmortalidad” porque, después de todo, ¿qué es esa “prueba” que buscan sino un mero producto del pensamiento científico? Yo veo la repugnancia del alma por la muerte como un “alimento de la fe” en su propia inmortalidad.

Algunas cosas secundarias que no entiendo. ¿Por qué los chicos jugando al futbol son diez voces que gritaban? Y luego las otras diez. ¿Será que el arquero no grita? ¿Por qué el día viene cada doce horas? Luego habla del maestro “ciruela”. ¿Es con cé? Hay algo raro que chequeé en otras ediciones. En todas está la misma palabra. Justamente cuando dice que Lucio Negri aprovechó quizás la ausencia de los cuatro “haces” de la tertulia. ¿Haces o ases?

Al despertar Adán va ascendiendo: saliendo de las profundidades; se izaba; salía a la superficie. Pero luego dice: “al tocar el fondo cierto de este mundo”.

¿Por qué está herido de muerte? Pues siempre supuse que era lo mismo que estar en el anzuelo del pescador. Por eso “desertor de la ciudad y del día”. Lo que pasa es que solo ve por ahora la herida, y no los beneficios de la muerte. Aún no llegó a la confesión frente al Cristo. Solo está herido por todo lo que la belleza no da.

Siempre recuerdo el temor apocalíptico de que el cielo desaparezca “sicut liber involutus”, o los elásticos de la cama de Adán gimiendo su “de profundis”. Expresiones que me gustaron esta vez:

“(…) al que se resistía él con todo el peso de una voluntad muerta”;
“el grito de un reloj”;
“figura de poeta sin destino visible”;
“aquel tabaco salteño que sería su alma un minuto”;
“desnudo ya en su esencia y revelado en la forma exacta de sus desvelos”;
“su risa era un elogio de la mañana”;
“le habían permitido desensillar y había soltado su tordillo viejo en el campo de las estrellas”.

Y así como esta ese “cielo gauchesco” del abuelo, está el mito del carro alado platónico, en descripción gaucha que empieza así: “Su alma era semejante a un carro alado del cual tiraban dos potros diferentes: uno, color de cielo, crines abrojadas de estrellas y finos cascos voladores, tendía siempre hacia lo alto, hacia las praderas celestes que lo vieron nacer; el otro, color de tierra, sancochado de boca, empacador, lunanco, barrigón, orejudo, vencido de manos, jeta caída y rodador, tiraba siempre hacia lo bajo, ansioso de empantanarse hasta la verija (…)”

Y no recordaba el viaje al silencio, ese que va desde el ruido de los animales hasta el fantástico eje de la tierra girando. Y eso tan infantil de: “¿Cómo se reconstruía la cara del abuelo Sebastián? Era necesario juntar los párpados con fuerza y pensar en el intensamente: al punto, dentro de la negrura interior, aparecían la barba lluviosa, los ojos redondos y lucientes como cabeza de tornillo y la encorvada nariz del abuelo Sebastián”.

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