El tiempo es un maní...
Capítulo VII. Genial Uslar-Pietri. Anteriores:
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"Siete millones de seres humanos, por sobre los brazos del río, vienen a hormiguear en la isla. El peregrino se angustia buscando el rostro de la ciudad inmensa. Todas las razas, todas las fisonomías, todas las expresiones, todas las lenguas se mezclan en la poderosa corriente humana que llena las calles y se apretuja en las celdas de los ascensores. Todos los estilos y las formas posibles de la arquitectura se mezclan en el infinito telón de sus muros y su cielo. Desde la mínima capilla gótica hundida entre los hongos, y los dorados arcos de alguna iglesia bizantina, hasta las lisas torres inagotables que oscilan entre la niebla de las nubes, pasando por las impresionantes moles cuadradas que, por las noches, se hacen aéreas, y comienzan a flotar con las luces de sus diez mil ventanas encendidas, la más alta junto a la luz de la más baja estrella.
Siempre hay en las ciudades alguna obra de arquitectura donde a la primera vista uno comprende que está presente el translúcido rostro del ser colectivo. Quien mira el arco de Tito mira al través de él, como por los huecos de la pintura de Dalí, el pulido y fuerte rostro de Roma. París está en Nuestra Señora y Toledo en el puente de Alcántara. Está infundido, en estas obras de piedra, el espíritu de los pueblos que las levantaron a su imagen y que dejaron la huella de su ser profundo en ellas.
El peregrino en la isla de Manhattan anda por días mirando edificios flotantes y vastas muchedumbres que pasan sin adherir a ellos. No parece estar el espíritu de esta ciudad extraordinaria en algún parque, en un templo o siquiera en un puente. Míranse desmesuradas obras que sobrecogen el pensamiento porque son perpetuas hazañas técnicas. Pero no siente uno que está allí presente esa misteriosa relación que hace de pronto de un solo monumento toda la explicación y hasta la justificación de una época.
Pero al penetrar un día en la Gran Estación Central o en la Estación de Pensylvania, una brusca iluminación se hace en nosotros y comprendemos que está allí más que en otra parte la fisonomía de la ciudad inmensa.
Son como los templos de un monstruoso dios del tiempo que devora los hombres. Bajo la gigantesca y pesada bóveda que podría cobijar nubes, reposa una luz ahumada y un poderoso rumor de mar o de torrente. Y abajo, más abajo de los altos zócalos de mármol y de las elaboradas bases de las titánicas columnas, se extiende la parda mancha de la muchedumbre espesa, agitada, trama de infinitos hilos que teje y desteje un invisible movimiento de conjunto.
Al nivel de la corriente flotan las caras ensimismadas de las unidades que integran este continuo y confuso rito. Van entregados a una ineludible consigna de no detenerse, de no distraerse, de no mirar de lado o hacia atrás, como si llevaran resonando en lo inconsciente el eco del gong de cada segundo y no pudieran evadirse de un secreto ritmo que los fascina y gobierna. Pasan por entre las mágicas puertas que se abren solas, desfilan inmóviles, como momias de su propio movimiento, parados por un instante sobre los escaladores mecánicos, o yacen encallados y sustraídos de la corriente en las rígidas colas que se forman frente a las taquillas. A ratos resuenan por los altoparlantes voces colmadas de cifras, de nombres de trenes, y de la repetida invocación de horas, minutos y segundos. El llamado vuela sobre el inorgánico desplazamiento de la masa. El piso trepida con el paso subterráneo de los trenes. En todos los pasadizos hay tiendas, barberías, cantinas, restaurantes. Las paredes están marcadas con flechas y señales itinerarias. Grandes grupos se renuevan frente a las pizarras en las que se inscriben números, signos cabalísticos y horas. La muchedumbre sin sosiego pasa por todas las puertas, llena todos los espacios, corre hacia todos los andenes, come de pie con prisa en los congestionados mostradores, mira fugazmente hacia las pizarras y, como el río de Heráclito, siempre es la misma y cada momento está compuesta de unidades nuevas.
En este ámbito parece revelarse la expresión y el sentido de lo que en las calles, oficinas y parques constituye impresión más superficial. Esa impresión de que todos van solos, incomunicados dentro de la multitud. Esa mirada vaga y absorta que tienen los innumerables solitarios que transitan casi sin verse por las hondas galerías blancas y sordas del tren subterráneo. En estas inmensas fábricas se hace evidente que el rasgo que caracteriza a estas gentes y determina los aspectos peculiares de su vida es su sentido del tiempo.
Son gentes vendidas al tiempo. Que cuentan los segundos como sangre que se les escapa de las venas. Que viven perseguidos, atropellados, maltratados por el tiempo. Estas gigantescas estaciones son en realidad los templos del Moloch de Manhattan, que es el tiempo.
Es como si este pueblo admirable que ha vencido casi todos los obstáculos materiales de la naturaleza, que produce calor y frío a voluntad, que ha puesto las formas prácticas del bienestar y de la comodidad al alcance de las multitudes, que ha derrotado la distancia hasta reducirla casi a una abstracción (cada día, mil millas significan una magnitud menor), hubiera tenido que pagar como precio de estas milagrosas victorias su incondicional sumisión al tiempo. El tiempo es su Mefistófeles. San Francisco, a ocho horas de vuelo, está hoy en lo que era el suburbio de Nueva York en tiempos de Jefferson; pero un minuto de ahora en la Bolsa de Wall Street pone más viejo que una semana en tiempos de Peter Stuyvesant.
Otras civilizaciones, que no han podido vencer la distancia, ni realizar la más pequeña de las hazañas materiales que abundan en la existencia de esta ciudad han logrado en cambio someter el tiempo y plegarlo al ritmo de su propia vida. Los chinos tienen milenios de haber alcanzado esa victoria. Cierto día, cuya memoria se ha perdido en algún remoto año del Cerdo o de la Serpiente, se olvidó la última clepsidra inútil. Desde entonces los filósofos que dialogan a la sombra de las torres de porcelana o el campesino que cultiva su arroz, o el artífice que talla el marfil y el jade, o el hombre de tiro que arrastra la pesada barca por la ribera del río Amarillo, son todos señores del tiempo. Tampoco están sometidos al tiempo los marchosos ibéricos. Ni el indio americano, que pareció dejarlo enterrado bajo la piedra de su calendario.
El tiempo es el mito fundamental de la isla y de sus prisioneros. Todas las formas de su vida están condicionadas por esta sensación pánica de la presencia imperiosa del tiempo. Si alguien pudiera sustraerlos por un momento a él, se sentirían perdidos y no se reconocerían. Estarían como un pez fuera del agua.
Esta ansia los lleva a vivir sin sosiego. La maldición fáustica de no poder decir: «detente», al minuto que se va, se cumple en ellos cabalmente. Nadie parece estar en la posesión de lo que está haciendo en el momento, sino en la inquieta víspera de otra cosa que ha de hacer luego. El que va por la calle no camina, sino que se acerca apresuradamente a algo que va a comenzar cuando termine de andar. Para ellos el caminar no es estar en el camino y posesionarse de la andadura, que es lo que hacen los andaluces, o los escoceses, o los bávaros, o los bostonianos, o los seres de cualquier otra raza que no hayan vendido su alma al tiempo. El que come, también lo hace de prisa, sin gusto, aguijoneado por la urgencia de lo que inmediatamente después ha de hacer. Y el que lee lo hace mientras come o mientras viaja. Y al terminar la función los teatros se vacían vertiginosamente como si hubiera incendio. Los textos, en algunas revistas, están encabezados por el anuncio de los minutos que se invierten en la lectura. No parecen vivir en el segundo presente, sino en la víspera del segundo que va a venir.
Y porque van arrastrados sin tregua, van llenos de alegre sorpresa. Todo lo que pasa es tan inesperado, gratuito y ajeno que provoca pueril alegría y fácil risa. Hay un fondo de confiado gozo en las pupilas de las elásticas doncellas, de lisos tacones y suelta cabellera, que con un reflejo de Diana cazadora, emergen de las vitrinas de las tiendas. Ríen fácilmente y con espontaneidad. Pasan sobre las cosas con la desarmada y jocunda sorpresa del que no puede detenerse en ellas.
Es la velocidad del tiempo la que los lleva a gozar candorosamente con la vida. A alegrarse del espectáculo cambiante y vertiginoso que la existencia llega a parecer para quien pasa tan de prisa. Un espectáculo que se anuncia diariamente en los grandes titulares de los rotativos y que es siempre curioso y excitante.
Ese mismo sentido del tiempo es el que dispone su peculiar actitud ante la muerte. Son cara y cruz de una sola medalla. El forastero tiene la sensación de que Nueva York es una ciudad sin cementerios. En todo caso es una ciudad sin duelos. La muerte no parece sino un accidente de la vida ordinaria que hasta ahora no se ha podido evitar. Nada hay que recuerde el culto hispánico de la muerte, que hace de ella no sólo el mayor acaecimiento, sino además el que condiciona todas las horas de la existencia, hasta el punto de que un ser llega a vivir madurando su muerte. La muerte de la isla no tiene eco, ni resplandor, ni imperio. Toca tan sólo al que se lleva y apenas alcanza a poner una breve sombra en un limitado día. El concepto del tiempo no permite que la honda sombra se extienda y fructifique, hasta marcar indeleblemente otras vidas y hacer perpetuo en ellas el momento de su misterioso paso.
Si este pueblo dispusiera del ocio de los griegos habría elaborado el poético mito de su emoción pánica del tiempo. Un mito o una simple alegoría, en la que un semidiós, por medio de un trueque mágico, les habría cambiado el espacio por el tiempo. El espacio desaparecería a su capricho, pero quedarían encadenados a la vertiginosa fuga del tiempo. Y en esa virtud, nunca tendrían que sufrir ni gozar con el espacio inagotable que puede llegar a separar dos puntos, y que hace que el veneciano gaste algunas de las más azules y doradas horas del día para ir apenas desde la punta de la Salute hasta la plaza de San Marcos".