Y ahora que la gran manzana abrió los negocios aprovechamos para copiar el capítulo VI de "La ciudad de nadie", el ensayo o libro de viaje del venezolano Arturo Uslar-Pietri en la Nueva York de los años cincuenta.
Este es otro de mis capítulos favoritos porque habla de la publicidad, tratando de entender qué es esa extraña forma de comunicación, ese peculiar tipo de lenguaje. Siempre me he preguntado algo así. Siempre quise entender qué cosa es la publicidad y su forma de hablar. Algo como entenderla con categorías preexistentes. Desde fuera. Filosóficamente. Yo que sé.
Porque es normal encontrarse diciendo frases o leyendo envases y preguntárselo. Por ejemplo, hay un envase de una bebida y dice “todo el sabor”. ¿Qué es eso? Es evidente que no es algo literal. Sería imposible pensar en algo como “todo el sabor”, en el tiempo y en el espacio, en este o en otros mundos. Pero a su vez da pena (o escalofríos) llamarlo poesía. En fin. Vamos con don Arturo y recordemos que estamos en los años cincuenta.
Textos tomados de Revista ViceVersa. Capítulos anteriores aquí.
“Quien hojea las llamativas y tumultuosas páginas de Harper’s-Bazaar, Fortune, Life, Vogue, o Holiday, se percata inmediatamente de que están compuestas no sólo de dos partes distintas, sino además de dos distintos sistemas de expresión.
Una parte pertenece al pasado, es la lectura tradicional de la vieja gaceta, en la que por medio de palabras se narra o se dice algo, o se transmite alguna especie de pensamiento. Es el texto. Un texto de mayor o menor valor literario: un cuento de Hemingway o una insoportable carta de consejos maternales de la señora Dorothy Dix. Lo que es sin duda un modo de expresión ya viejo en la cultura occidental. En esa misma forma se escribían los libros y los almanaques y las horas antes de descubrirse América.
Puede que haya mayor lujo de imprenta y seguramente mayores recursos gráficos que en los viejos periódicos europeos del siglo XIX, aunque no siempre mayor belleza y gusto (páginas hay en la Biblia de Gutenberg no superadas en belleza de composición y en tino artístico), pero el sistema de expresión sigue siendo europeo, ajeno, tradicional y, por tanto, profundamente distinto de la vida que crece y palpita en Manhattan.
En cambio, hay otra parte en las revistas, claramente diferenciada y nueva, donde un acento poderoso de otra vida resuena y donde se ve brotar una manera de expresión que ya no se parece a lo que vino de Europa. Son las páginas destinadas a la publicidad. Allí habla con términos propios, aunque todavía confusos, la cultura que está naciendo de la confluencia de razas y de pensamiento humano en esta isla del Hudson.
El esbozo del estilo y del medio de expresión de esta existencia que todavía aparece tímidamente en sus monumentos, en su pintura, en su música, se revela con énfasis en esas curiosas composiciones de los anuncios. No hay exageración en esto. Los más de los rascacielos no son sino inmensos cimientos habitados, sobre los que, en los dos o tres últimos pisos de la cúspide, se posa, como un buque encallado sobre un arrecife, una mansión gótica, un templo románico o un palacio del Renacimiento. La pintura es un pálido reflejo que sale por las ventanas de los museos. Y la música es casi toda europea o negra, o ambas cosas mezcladas, y, por añadidura, algunas veces expresada con la desterrada nostalgia del judío, como en el esplendoroso caso de Gershwin. Pero, en cambio, esas páginas de Fortune o de Vogue, donde con medios propios y alterados se manifiesta algo que se parece a esta isla más que nada, son de Manhattan, han nacido aquí y tienen poco que ver con las catedrales, los frescos y la literatura europea.
Si fuéramos a clasificar el sistema expresivo empleado en estas obras diríamos que tiene algo de la poesía. Su facultad de multiplicar los medios y las significaciones y de asociar e iluminar. Y también de la escritura ideográfica, de los pescados y los ibis enigmáticos de los jeroglíficos, de los petroglifos de los pueblos primitivos y de aquellos poemas, atontados por la excesiva carga de significaciones, que Apollinaire llamó 'Caligramas'.
En general presentan, sugieren o evocan los temas más persistentes de la vida americana. Sus diversiones, sus comidas, sus golosinas, sus bebidas, sus preocupaciones, sus objetos usuales: automóviles, radios, refrigeradoras, escobas mecánicas, sus medios de transporte, sus placeres y sus ideales.
Es un lenguaje directo, que presenta de una vez su mensaje, y en el que se aproximan palabras y grabados de manera tan concreta y vertiginosa, que necesariamente hacen surgir, con fácil espontaneidad, imágenes que no sería fácil expresar, sin limitarlas, con palabras. En este sentido, este arte creado por la publicidad no está muy lejos del realismo mágico de sus propósitos inefables.
A veces se trata tan sólo de una palabra. Una palabra que puede carecer de significación propia, ser un patronímico o una marca de fábrica, y junto a ella una imagen neta que se presenta en lo ilimitado. Y allí está contenido un mensaje, profundo y complejo como toda cosa humana, que leen con una mirada los amontonados seres que desembocan por las puertas del tren subterráneo. Hay una evidente correspondencia entre el ritmo en que viven, los valores de su experiencia y los símbolos de ese sistema expresivo, o para decirlo con la palabra más justa, de ese arte.
Los símbolos de ese arte nacen de la circunstancia en que esta gente vive, y constituyen las formas en que su sensibilidad tiende a expresarse. Sus dos mayores ansias, de una u otra manera, están siempre presentes: el cuerpo de la mujer y el aire libre. Labios que sonríen, cabelleras torrentosas, y piernas, o anchas perspectivas de bosques, ríos, lagos y playas. Los vasos llenos de dorados licores emergen de un cofre del tesoro de un pirata, o vuelan en el tapiz mágico de la leyenda árabe, que son las representaciones usuales de su instinto de evasión.
Cantan también a los automóviles y a los goces de la vida familiar. Hay siempre un árbol de navidad o unas pantuflas junto al fuego o un niño dormido. Y solicitan directamente la reacción más espontánea de la sensibilidad. Por ejemplo, la atracción del fresco en verano y la del calor en invierno.
Los hombres que trabajan con esta rica materia y forjan estos símbolos son los publicistas. Desde las altas torres, donde están sus oficinas, crean diariamente las formas en que se expresa el alma de esta isla, su arte verdadero y, sin duda, lo más sincero y revelador de la cultura que está naciendo en ella.
Son generalmente anónimos, como los constructores de las catedrales o como los miniadores de los libros de horas, que son sus antecesores en otro momento de la larga pasión de la civilización occidental. El hombre de la calle que repite sus cortas sentencias contundentes o tararea sus canciones asociadas a un mensaje, termina por deber a ellos más que a su escuela, por ser la hechura de esas manos invisibles que lo están haciendo y deshaciendo a cada instante.
Más interesante, y sin duda más importante, que lo que se escribe en las páginas de texto de las revistas es lo que se expresa en las ricas y heterogéneas páginas dedicadas a la publicidad. Allí está naciendo una nueva expresión. Quienes quieran conocer el alma de estas gentes y las reacciones de su sensibilidad deben abandonar los artículos, los ensayos y los cuentos que en su mejor expresión son todavía coloniales, para husmear en ese género autóctono que están creando los publicistas. Junto a uno de esos textos escuetos -poema, mensaje, vida- en que con una sola frase y una estampa está dicho en una mirada lo que uno de estos seres anhela, sueña o espera, William James y Mencken y hasta Walter Winchell resultan europeos, gente de otra lengua y otro espíritu.
Algún día, este nuevo sistema expresivo, todavía en formación, va a invadir las páginas de texto. Los poemas, los ensayos y los cuentos actuales habrán de desaparecer y lo que ellos pretenden decir ahora lo dirán entonces los cargados y fulgurantes jeroglíficos que están actualmente confiados a la sección de publicidad.
Este es ciertamente el fenómeno cultural más significativo que está ocurriendo en esta roca sagrada que es Manhattan. Un arte, o un sistema de expresión, tan nuevo y tan asociado a las condiciones más intrínsecas de una época, como lo fue el de los vitrales para el mundo gótico.
Son los jeroglíficos que el hombre de los rascacielos está creando para expresar su idea del mundo, de la vida y del destino y por los que habrá de ser reconocido y revelado mañana. Los jeroglíficos de su obelisco”.
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