miércoles, 31 de agosto de 2016

Regalo de duodécimo aniversario

Para el duodécimo aniversario del blog, es decir para el día de hoy, les regalo dos nacimientos. Se alargará un poco la entrada, pero es un cumpleaños y hay tiempo. El primer nacimiento, allá por 1849, es el de David Copperffield[*]. El segundo, noventa y nueve años más tarde, es el de Samuel Tesler[**].

___(…) Para empezar mi historia desde el principio, diré que nací (según me han dicho y yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a gritar simultáneamente.
___Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la enfermera y algunas comadronas del barrio (que tenían puesto un interés vital en mí bastantes meses antes de que pudiéramos conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser desgraciado en esta vida, y segundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíritus. Según ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de otro) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.
___No hablaré ahora de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrará si es cierta o falsa. Respecto a la segunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don en mi primera infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber sido defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por equivocación, le agradeceré que lo conserve a su lado.
___Nací envuelto en una membrana que se trató de vender, anunciándola en los periódicos, al módico precio de quince guineas. No sé si los marineros en aquella época tendrían poco dinero o si lo que tenían era poca fe y preferían cinturones de corcho; lo que sí sé es que sólo se presentó un comprador, comerciante, que ofrecía por ella dos libras en plata y el resto en jerez, negándose a pagar ni un céntimo más por la seguridad de no morir ahogado. Como la adquisición de los vinos no interesaba a mi pobre madre, pues acababa de vender los suyos, desistió de la venta, después de retirar los anuncios, que tuvo que pagar. Diez años más tarde mi membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio de media corona la papeleta y con la condición de que el agraciado con ella pagaría además cinco chelines. Yo estuve presente en el sorteo, y recuerdo que me sentía humillado y confuso de que dispusieran así de una parte de mi persona. Le tocó a una señora que llevaba un gran bolso de mano, del que sacó de muy mala gana los estipulados cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique de menos, no sirviendo de nada el tiempo que se perdió en explicaciones y demostraciones aritméticas, pues no lograron convencerla de ello. Y es un hecho, que todos recuerdan como sorprendente, que la señora no murió ahogada, sino triunfalmente en su lecho a los noventa y dos años de edad.
___(…) Nací en Blunderstone, en Sooffolk, o « por ahí», como dicen en Escocia, y fui un niño póstumo. Los ojos de mi padre se cerraron a la luz de este mundo seis meses antes de que se abrieran los míos. Aún ahora supone algo extraño para mí el hecho de que nunca me llegara a ver; y todavía más extraño es el oscuro recuerdo que conservo de mi primer encuentro, siendo un niño, con la piedra blanca de su tumba en el cementerio; la indefinible compasión que sentía al recordarle allí tendido y solo en la noche oscura, mientras nuestra salita estaba caliente a iluminada por el fuego y las velas, y las puertas de la casa estaban cuidadosa y cruelmente (me parecía entonces) cerradas”.

Samuel Tesler, filósofo, había nacido en Odesa, junto al Pontus Euxinos, circunstancia feliz y harto reveladora que a su juicio lo consagraba ineluctablemente a los estudios clásicos. Aunque reiteradas veces había insinuado él alguna intervención de lo sobrenatural en su advenimiento a este mundo, Samuel Tesler no nació, como Palas, del cráneo majestuoso de Zeus, ni siquiera, como el duro Marte, gracias a una percusión insólita de la vulva materna, sino del modo natural y llano con que nacen los hombres corrientes y molientes: cierto es que su enorme cabeza infantil —en cuya estructuración se había descalcificado su madre hasta perder casi toda la dentadura— resistiese durante largas horas a trasponer el dolorido umbral de la tierra; pero debió ceder al forceps heroico, de cuya virtud operativa conservó dos marcas sangrientas en sus regiones temporales, o dos rosas tristísimas que su madre le besaba llorando. En lo que atañe a su lactancia, jamás negó Samuel Tesler que a duras penas había conseguido extraer algún zumo de las resecas ubres maternales; y sin embargo, cuando se refería él a ese tema, no dejaba de sugerir la colaboración de una loba o ninfa láctea cuya benignidad lo había convertido en hermano de leche de Júpiter. Los historiadores están de acuerdo en afirmar que, pese a sus innumerables reticencias, Samuel Tesler no acometió en su cuna ningún trabajo excepcional, pues ni estranguló la serpiente de Heracles, ni halló la cuadratura del círculo, ni resolvió siquiera una ecuación de tercer grado con nueve incógnitas; en cambio sábese que, dueño de una facilidad diurética verdaderamente increíble, se dedicó a mojar pañales y pañales que su abuela Judith secaba en la gran estufa de la cocina. Bien que su padre fuera sólo un discreto remendón de violines y su madre apenas una dulce tejedora de cáñamo, Samuel Tesler afirmaba descender en línea recta de Abraham el patriarca y de Salomón el rey; y cuando alguno ponía en duda el carácter sacerdotal de su estirpe, exhibía su frente rugosa en la que juraba y perjuraba sentir los dos cuernos de los iniciados. Un lustro apenas tenía cuando emigró con su tribu y sus dioses a las tierras del Plata, donde creció en fealdad y sabiduría, recorrió paisajes, tanteó caracteres, estudió costumbres, y gracias al más asombroso de los mimetismos llegó a considerarse un aborigen de nuestras pampas, hasta el extremo de que, mirándose al espejo, solía preguntarse si no estaba contemplando la mismísima efigie de Santos Vega”.

[*] Protagonista de “David Copperfield”, de Charles Dickens.
[**] Personaje de “Adán Buenosayres”, de Leopoldo Marechal.