martes, 17 de septiembre de 2019

Alter Mundi - XVII. Meandro de Brian

Foto: La Nación

Imaginemos una aventura de una película argentina. Vienen los chorros huyendo, se meten en la villa 21-24 por la avenida Iriarte y empiezan a correr en sentido sur. Se les acaba el camino y están en un estrecho pasillo por donde discurre una vía de ferrocarril con un puente que se lanza sobre el Riachuelo. Deciden seguir adelante y encaran en puente, de ruinoso aspecto. Unos pocos cientos de metros más adelante están sobre tierra otra vez. Más descampado. El cambio es notorio pero, de golpe, y como si en vez de una película argentina fuera un libro de Marechal, los asalta una duda metafísica: “Cruzamos el Riachuelo pero, ¿realmente dejamos la Ciudad de Buenos Aires?”

Foto: Google Maps

Uno de ellos saca el celular y se fija. Consulta el Google Maps y éste le dice que está en Piñeyro, Avellaneda. Pero el otro también había sacado el celular y le refuta, porque en Wikipedia dice que están en el Meandro de Brian, donde ambas márgenes del Riachuelo pertenecen a la Ciudad de Buenos Aires. ¡Ahijuna!

Foto: Wikipedia

Según dicen, el límite de Buenos Aires con provincia se modificó con la rectificación del Riachuelo, obra de la primera mitad del siglo pasado para evitar las inundaciones que se producían en los meandros del río. Si bien la zona en cuestión (Meandro de Brian) nunca llegó a rectificarse, se dispuso que el límite de la ciudad esté en la línea imaginaria de la rectificación planeada. Entonces la tierra que abarca el meandro estaría dentro de la ciudad de Buenos Aires (y su único acceso desde territorio capitalino sería por las vías del tren).

Foto: Mapa Interactivo de Buenos Aires

A esta altura los alcanzan los policías, que quedan desconcertados, como en una película muda o como en el Chavo del 8. De repente se encuentran discutiendo con los chorros (sobre geografía) y uno de los polis saca el celular y acude al Mapa Interactivo de Buenos Aires. Allí dice que donde están parados pertenece a Piñeyro, Avellaneda. Duda entonces acerca de si tiene autoridad, como policía de la ciudad, para atrapar a los chorros allí. Pero no dice nada, herido e inflamado su sentido de justicia, preso en ese momento de las limitaciones de la organización política.

Viendo la duda en el rostro de su compañero, otro policía saca su propio celular. Va también a Wikipedia. Entonces reclama en voz alta: “¡El Meandro de Brian está oficialmente dentro del catastro de la ciudad de Buenos Aires, forma parte de la manzana 104, de la sección catastral 26 siendo la dirección oficial de la parcela la calle Luna 2101! ¡Alto en nombre de la ley!”

“¡Lo parió!”, dice uno de los chorros y salta un muro y se mete en la cancha del Club Victoriano Arenas. Un policía chequea y ve que el club tiene dirección en Google en la Ciudad de Buenos Aires. Decide llamar por teléfono y en nombre de la policía de la ciudad pide que cierren todas las puertas del club. El chorro llega al rato a una puerta donde lo esperaba el cana. Se deja atrapar pero allí, en la misma puerta, llega a ver un sobre con una factura de un servicio cobrado por la Municipalidad de Avellaneda. Sinceramente consternado, se lo muestra al Policía. El policía duda un instante y el chorro forcejea y se escapa. Entonces corre desesperado buscando la línea imaginaria de rectificación del Riachuelo (y ahí la escena termina con un fade out).

No se sabe qué pasó con los otros chorros, ni cuántos eran, menos aún los policías. Solo se supo que dos días después la Policía Federal encontró a uno de los fugitivos escondido y dormido en un puente que yace apoyado en tierra en la parte angosta de terreno que forma el Meandro de Brian. Dicho puente era el que se iba a utilizar cuando se rectificara el Riachuelo.

Foto: Google Maps

Algunos de los peritos que fueron a identificar cuál sería la línea de rectificación del Riachuelo dijeron que el fugitivo yacía ya en Piñeyro. Pero se llegó a alzar una voz diciendo que debía considerarse su posición relativa en el puente como si el puente estuviera ya colocado sobre el Riachuelo rectificado. Es decir, había que ver en qué mitad del puente se encontraba el chorro, no importando donde estaba el puente. Eso, como se vio enseguida, no tenía sustento. Y acá finaliza el relato, pero les dejo algunos datos más sobre el Meandro de Brian.

Nuestro alter mundi lleva su nombre, según Wikipedia, por la ya desaparecida estación de intercambio de cargas Ingeniero Brian, playón que hoy ocupa la villa 21-24. Según Wikipedia, el nombre de la estación refiere a su vez un ingeniero ferroviario “británico”, que en La Nación nombran como ingeniero civil Santiago Brian. Pero en la página de la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la cual Brian fue presidente, dicen que el don era argentino.

Ya para no cargarlos demasiado (tienen enlaces en el texto por todos lados y video aquí) solo decirles que me prendo en un viaje a conocer el meandro. Claro está, no por el lado de la 21-24 sino por el lado de provincia. Tal vez solo sea cuestión de sacar entrada para el próximo partido del Victoriano, que en 2018 ascendió a la C.

Foto: Google Maps

viernes, 13 de septiembre de 2019

Señaladores


Cuando me jubile voy a realizar un emprendimiento relacionado con el diseño de señaladores (na, ni a palos). Si lo hiciera, empezaría con un estudio ingenieril, teniendo en cuenta la importantísima relación del libro con el señalador. Relación que tiene que ver con tamaños, espesores del papel, formas de los mismos y quién sabe cuántas cosas más. No hay que perder de vista que, después de eso, de la adecuación libro-señalador, entrará el gusto del usuario, que puede incluso modificar lo que hasta ese momento se consideraba como la relación ingenierilmente ideal de libro con señalador. Pero habría que avanzar igual.

Y la cosa tiene variantes. Uno puede gustar de un buen señalador firme como señalador principal, que se saca cuando uno lee, pero necesitar otros de menos espesor para ir dejando marcadas anteriores páginas. Como estos otros señaladores no se sacan, deben plegarse con facilidad por la sola presión de la hoja del libro, cosa relacionada estrechamente con el gramaje de dicha hoja.

El uso de más de un señalador es propio del lector que necesita atrapar esas expresiones o reflexiones que considera acertadas o lindas a su entender o gusto. Puede ser propio de lectores que consideran casi como algo sacrílego marcar el libro con un lápiz, o no. Puede haber marcas de lápiz y varios señaladores a la vez. La marca de lápiz, siendo un libro que no es de estudio, es como para que queden registros para un futuro más lejano. El señalador, al contrario, es para ir y volver. Aunque es cierto que muchas veces los señaladores quedan, aun cuando el libro volvió a la biblioteca. Y cumplen una función a largo plazo.

El momento en que uno abre el libro por la parte indicada por el señalador es también muy importante. Eso deriva en el cálculo de la densidad del señalador y de cuánta parte del mismo debe sobresalir del libro. Un libro de hojas muy sensibles, aún cerrado, puede ser dañado al intentar separarlo en las dos mitades que el señalador marca. La separación es de hoja a hoja. Si el señalador es delgado pero firme, y sobresale con holgura, uno hace una especie de suave palanca sin acercar la yema del dedo y dañar las hojas. Alguno podrá decir que la densidad no cuenta, que estoy complicando el asunto, que la densidad está relacionada con el espesor del señalador. Puede ser, pero puede no ser. Para libros gordos de hoja muy delicada, lo ideal es un señalador denso pero lo más delgado posible. Porque si no es muy delgado abulta el libro, tuerce la página (como poner una regla escolar). Y necesito su alta densidad para, como ya dijimos, abrir desde lejos.

Sin embargo hay formas y formas de abrir un libro. Para un libro que se abre y se cierra con alta frecuencia, como los que se leen viajando en transporte público (y uno no está en una posición muy estable o definitiva) muchas veces se utiliza el dedo gordo, barriendo las hojas por el canto, al modo en que uno pasa el dedo gordo cuando mezcla unos mazos de naipes. En ese caso un señalador muy débil, de igual o inferior espesor y densidad que una hoja, pasa desapercibido (en el mal sentido). Pero un señalador correcto produce, en el barrido del dedo gordo, la separación mayor en el lugar donde él se encuentra, abriéndose el libro casi solo. Algo que ayuda muchísimo en la situación ya mencionada.

En general en un señalador son importantes los bordes, nada filosos, para no dañar las páginas que se doblan sobre ellos. Quizás en este punto sea hora de observar bien el ancho del señalador, cubriendo este gran parte de la hoja, también para una mejor palanca. Aunque es sabido por muchos que un señalador extremadamente ancho es muy incómodo (lo han visto, ¿no?).

Los señaladores que agarran la hoja nunca fueron del todo de mi agrado. Se necesita una hoja fuerte y además es incómodo ponerlo y sacarlo. Tengo uno muy apreciado pero que lo uso sin la función agarra hoja. Hablando de eso, en general en mi caso los señaladores se van quedando atrás (es decir, en los libros que se van). No uso señaladores que compre; no uso metálicos, ni tejidos, etc. Salvo en la Biblia, donde trato de tener uno muy lindo. Y entonces los señaladores empiezan con un libro. Si el libro no fue gran cosa es probable que el señalador lo abandone y continúe su vida activa en otro libro. Si, entonces, este otro libro fue bueno, el señalador queda luego allí, muchas veces con otros señaladores secundarios y van juntos a la biblioteca. No es ley, pero pasa. Y es bueno que así sea, sobretodo para los que recibimos muchos señaladores como regalo, muchas veces como pequeñas tarjetas de cumpleaños o con dibujos de los chicos. ¿Dónde poner tantos regalos? Dado este problema, qué bueno que cada uno vaya quedando en un libro.

Y ese es otro tema. Cuando logramos desprendernos de un buen libro que va a ir a la biblioteca con un señalador, ¿en qué parte del libro dejar el señalador? Salvo que haya más de un señalador (es decir, salvo que estén los secundarios), el señalador lo pongo antes del inicio o después del final. Un libro con un señalador por la mitad es un libro que aparenta no haberse terminado. Es triste que haya libros que no se hayan leído enteros.

Cualquier cosa que parezca señalador puede ser un señalador: estampas religiosas, recuerdos como entradas de cine, teatro, recitales musicales, parques nacionales, museos, etcétera, etcétera. Y como ya dije, yo no compro y tiendo a usar regalos familiares o cosas de poca monta. No soy elegante para el señalador (quizás porque no leo libros elegantes). Por decir un ejemplo, en las cajas de sobres de té o mate cocido sin ensobrar suele haber, como separador entre filas, un cartoncito de puntas redondeadas muy agradable. Más lustrado de un lado (aunque no mucho), más rústico del otro. Es un señalador ideal para muchos libros.

Tengo una bolsita con señaladores posibles. Es extraño pero la experiencia hasta el momento es que rara vez se uso esos señaladores. O bien no voy a la bolsa cuando necesito uno, o bien es eso sumado a que cualquier cosa puede ser un señalador, como dijimos. La cuestión es que siempre quedan relegados. La bolsa de los olvidados. El purgatorio de los señaladores. Algunos quizás con razón, porque a veces he tomado uno de allí, no ha prosperado e incluso ha sido reemplazado por otro. Hay uno, por ejemplo, que siempre quise usar de señalador, pero fue algo incómodo hasta ahora en la mayoría de los libros. Imaginen que es un pequeño almanaque, de esos de billetera que se entregaban en los negocios, pero hecho de un plástico o plastificación más gruesa y resistente. Es genial porque es un almanaque 1971 con una foto de un Chevy al dorso. Pero resulta muy grueso a veces. O corto.

Una inquietud me ha llegado repetidamente a través de numerosas cartas de lectores. Por eso dimos forma a la encuesta-test psicológico titulada: “Dime donde dejas el señalador cuando abres el libro y te diré cómo eres”. Los resultados no podemos aún divulgarlos ni podrán saber aquí ustedes cómo ustedes son. Pero sí les daremos algunas opciones de respuesta, para aquellos poco perceptivos que, interesados por la encuesta, no se habían hasta ahora detenido a observar el propio comportamiento. ¿Dónde dejás el señalador cuando empezás a leer? ¿Lo dejas en el mismo libro? Si es afirmativo, ¿lo dejás en la misma hoja en que iniciaste o lo movés hacia la tapa o contratapa para que no moleste? Si no lo dejás en el libro, ¿dónde lo apoyás o colocás? Si es así, ¿te cuesta encontrarlo al momento en que vas a cerrar el libro? Si es así y si no lo encontrás, ¿cerrás sin señalador o utilizás el primer objeto a mano?

El uso del señalador tiene matices de análisis tanto cuando lo sacamos como cuando está en el libro cumpliendo su función. No falta quien ensaya formas originales de colocarlo, por lo general completamente inútiles. Quién no ha sentido más de una vez la necesidad de, una vez, dejarlo transversal y que asome por el costado. Como para marcar el renglón. Pero es una cosa totalmente inservible, al menos para mí. Casi nunca arranco sin tomar un poco de carrera, es decir, retroceder un poco en lo ya leído, aunque sea unos renglones.

He usado como señalador objetos con formas raras. Digamos que planos, pero no rectangulares. Suelen ser incómodos. O muy chicos, o muy grandes. No se quedan fijos cuando uno quiere. Se deslizan o remontan vuelo apenas uno abre el libro.

El transporte del libro con señalador es todo un problema de la logística internacional. Es feo que el señalador se doble. Muy feo. Si el libro se lleva en la mano suele correr menos riesgos, pero ni bien ingresa a un bolso, mochila o sencilla bolsa plástica, el señalador corre peligro de torceduras. Por eso yo lo asomo poco. Aunque esto complique la apertura posterior. Torcido ya, la clásica solución es ponerlo invertido. Aplastando la parte doblada y asomando su otro extremo. Se me ocurre pensar que un señalador algo doblado pero luego “planchado” puede ser interesante. Suma al libro su aspecto de libro utilizado, aprovechado.

Algunos libros vienen con una solapa en la tapa. A pesar de que me gusten los señaladores, lo cierto es que no busco uno antes de empezar un nuevo libro. Y entonces cuando sé que el libro me ha atrapado y tengo que frenar la lectura, es normal recurrir a aquella solapa. Pero no me tengo permitido el uso de esa solapa más allá de las primeras hojas. No muchas más de cuatro o cinco. Después ya no entran, se curvan, queda horrible. Me alegra que me gusten tanto los libros que los empiece sin pensar en nada, sin ser tan previsor u organizado como puedo ser. Y es incómoda la situación ya descripta: haber empezado y tener que detenerse por primera vez sin un señalador a mano, a veces ni siquiera esa solapa. Pero aún así, bien vale la sensación de empezar un libro sin recaudos, encontrarlo de casualidad, quedar atrapado. La solución es bien conocida por los lectores: se coloca un lápiz, un libro pequeño, un libro abierto en sentido opuesto, una servilleta de papel, un pedazo de otros tipos de papeles, incluso los dedicados a los menesteres más íntimos. Es solo un instante, mientras se va a buscar el señalador.

¿Escribir en el señalador? No es raro. No consulten. Cuando uno tiene una frase que lo ha dejado “pum”, emocionado, a veces la escribe. Yo qué sé, nunca lo escribí en el señalador pero sin duda cosas como: “Hombre dado al silencio como a un vino precioso” (Marechal), o “Da lo que mandas y manda lo que quieras” (San Agustín), impactan. Puede uno, por otro lado, escribir ideas propias. Eso está muy bien también, cómo no.

Y vamos cerrando. En la foto, el señalador del Chevy probando suerte en el Estambul de Orhan Pamuk. Mientras yo pruebo suerte con Pamuk y su traductor y su fea edición de Mondadori de 23 por 14 centímetros y tapa blanda.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Árboles paganos, primavera de fe

Estos árboles como paganos de Faulkner me hicieron acordar, por oposición, a la primavera en que Adán Buenosayres dejaba este mundo:

Los árboles estaban quietos, incorpóreos e inmóviles como reflejos, pues el viento había amainado; a la espera del invierno y de la muerte, como paganos indiferentes a los rumores de inmortalidad”.
(William Faulkner, Relatos, Relatos inéditos, Adolescencia)

La primavera reía sobre las tumbas, cantaba en el buche de los pájaros, ardía en los retoños vegetales, proclamaba entre cruces y epitafios su jubilosa incredulidad acerca de la muerte”.
(Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres, Prólogo)