martes, 31 de marzo de 2020

Cuentos de navegantes

Es difícil remontar un 0-5. Pero la cosa recién empezaba. Con los días, el señalador corría rápido sobre el libro de cuentos. Se llegó al empate; se estuvo abajo otra vez. Una nueva remontada; se estuvo arriba. Y la cosa terminó 11-10, con una sensación general (overall) de satisfacción, de "vamos a hacer un post".

Los goles para el equipo ganador (el de los buenos cuentos; a mí gusto, claro) los marcaron:

Borges con “La viuda Ching, pirata”.
Arturo Pérez-Reverte con “La pasajera del San Carlos”.
Francisco Coloane con “Rumbo a Puerto Edén”.
Guy de Maupassant con “El regreso”.
Anatole France con “El Cristo del océano”.
Haroldo Conti con “Todos los veranos”.
Leopoldo Brizuela con “Luna roja”.
Roberto Arlt con “La cadena del ancla”.
Lobodón Garra con “La batalla”.
Stephen Crane con “El bote abierto”.
Joseph Conrad con “Juventud”.

“Cuentos para navegantes”, Selección de Juan Bautista Duizeide - Prólogo de Arturo Pérez-Reverte, 2008, Alfaguara, me lo regalaron para mi cumpleaños.

Es un libro firme y agradable para tener en la mano, sencillo pero de buen aspecto en su interior y muy adecuado para comentar que lo estás leyendo (es decir un justo intermedio entre extravagancia y vulgaridad, para una actitud ni muy snob ni muy cursi).

Citar partes de cuentos es algo destinado a fracasar. Uno quiere que el lector (del blog) participe del gusto, vea qué bueno estaba eso. Pero la parte citada, así sola, extirpada, pierde toda la vida que le daba el cuento.

Queriendo demostrar eso aprovecharé, de todos modos, para darme el gusto de citar algo.

"Luna roja", de Leopoldo Brizuela, si bien no es propiamente un cuento, tiene este final que es una flor de sentencia. Pero ella pierde la mitad o más del sentido sin haber leído todo lo anterior:

"El reverendo padre don Bartolomeo Anchieta aconsejaba alabar a Dios tal como los foguistas yaganes cuidaban de su propio fuego. Ese fuego que nunca nació, pero que puede morir a cada instante".

O un pasaje así, por ejemplo, de "Todos los veranos", de Haroldo Conti, que fue muy emocionante cuando llegó, casi nada les dirá a ustedes si lo recorto y lo pego acá:

"El tiempo se había adelantado aquel año. La verdad que agosto estaba apenas maduro y ya habían florecido los sauces de la costa. Un día el aire amaneció ligeramente verde. Era una niebla muy tenue que se mantuvo inmóvil entre las ramas de los árboles. Los cinco días grises que siguieron después no pudieron disimular ese alboroto de color que estallaba silenciosamente cada mañana y al quinto día exactamente, en una pausa de la lluvia, oímos a lo lejos el dulce silbido del zorzal.
La primavera estaba ahí.
Mi padre, que confería a todas las cosas un sentido especial, bebió con el Oscuro una botella de caña paraguaya y escuchó con unción Praça Onze. Tendido en la galería..."

Muy bien... Los voy dejando. El libro va al estante con un lindo señalador casero hecho por G. y yo me voy al sobre.


viernes, 27 de marzo de 2020

La ciudad de nadie (IV)

Volvemos con el venezolano Uslar-Pietri a la Nueva York de los cincuenta.

Me gustan mucho los capítulos V y VI, que hablan de la comida y de la publicidad, con un concepto revelador para mí, en el primer caso, y diciendo algo que yo ya pensaba y sabía que alguien tendría que haber notado antes que yo, en el segundo.

Pero debo aguantarme y dejarles primero el capítulo IV, como temiendo que alguien se aburriera de la serie. Sin embargo es un deleite también este capítulo. No se lo pierdan (textos copiados de ViceVersa).

"La isla de Manhattan asoma hacia el mar su ancha cabeza de hipopótamo semisumergido. El verde hueco de su respingada nariz derecha es el Parque de Battery. Su pequeña oreja negra se mueve en el ángulo saliente de la línea de muelles con el cuerpo del Queen Mary. Y su pesado lomo se va hundiendo y adelgazando entre los brazos del río hacia el norte.

Pero no es animal, sino mundo. Mundo aparte, inorgánico, complejo, con su difícil y turbia geografía.

En la escuela de las gaviotas, que lo ven como un muelle interminable que da vueltas sobre sí mismo, temblando en estrías, le conocen las fronteras.

Por el lado del Sur limita con la estatua de la Libertad y los estrechos que conducen al Atlántico. Por el lado del Poniente mira hacia la costa de chimeneas, humo y ruido de hierros de Nueva Jersey custodiado por fúnebres barcazas de carbón. Por el Este y el Norte, más allá del agua del río, mira las chatas, monótonas y provincianas villas de Bronx, Brooklyn, Queens, donde hay seres humanos que viven en casas y los trenes corren por entre árboles.

Pero esos límites sólo los conocen las gaviotas o los que se asoman a los muelles o suben a las torres. Para los hombres de la calle limita a lo ancho con paredes y a lo largo con humo y con cielo.

La geografía de este mundo es difícil y extraordinaria. Sus montes no son de tierra, sus ríos interiores no son de agua, sus minas no son de minerales. La cumbre de su cordillera central es el mástil del edificio Empire State. Su principal hoya hidrográfica es la de 'Broadway', cuajado río de gente. La Quinta Avenida no es río, es un recto canal artificial. Los socavones del tren subterráneo son sus minas.

Y está cubierto de regiones, de países, de reinos, de razas, de tundras, de selvas, de mesetas, de gargantas, de zonas, de climas.

Comienza en el extremo sur con el abrupto macizo de Wall Street. País sin sol, húmedo, todo en desfiladeros y veredas de donde nace la corriente de Broadway. La toponimia revela que una vez hubo un pino, que una vez hubo un cedro, que una vez hubo un cerezo. Pero todo ello pertenece a edades geológicas desaparecidas. Hoy no queda sino la piedra lavada, angosta y en penumbra. Hay un frío de metal acumulado. El frío acumulado en toneladas de oro frío que traspasa la piedra de las bóvedas y el pavimento de la calle.

Huele a pescado y es tierra de colina y de cavernas la que sostiene la romántica jaula de hierro del puente de Brooklyn. El puente de los suspiros de los viejos beodos del Bowery. Es tierra inundada por una vieja creciente donde todo se ha quedado en charcas muertas, en esqueletos de animales devorados, en olor de viejas cosas ocultas. Lo hace tempestuoso el paso del tren elevado.

Al lado aparecen en un aire de tifón los espectros de sauces, los fetos de serpientes y los faroles de papel del Barrio Chino. Es una tortuosa y menuda aldea en una nava. No hay agua sino de aguador. Y todo está amarillo de hambre y de sabiduría. Su fauna es de gusanos de papel, de dragones de cartón, de caballos de terracota, de elefantes de marfil y de escarabajos de jade. Su flora es de crisantemos de seda. Su calendario y su intimidad no se conocen.

Todo es plaza abierta y tiempo de cosecha en la abigarrada Italia que le sigue. Las casas desbordan por las puertas en tomates, quesos, panes, calientes voces. Hay música de organillos. Todo grita, corre, habla y se agita. Hay un chirriar de aceite de oliva en caldero. Es tierra de calor donde el sol hace fuertes sombras.

Muy distinto es el país nocturno que queda hacia el Poniente. Gente silenciosa y lenta sale en el atardecer. Las paredes están cubiertas de figuras y de manchas. Se oyen acordeones. Todos parecen tener fiebre. Andan como gatos, miran como ciervos. En los oscuros patios hay raíces de mandrágora y de adormidera. Nadie mira las cosas que lo rodean y tan sólo los guías de los autobuses de turistas dicen que aquel istmo entre sombras se llama Greenwich Village. Si hay una paloma es de San Marcos, si asoma una cigüeña es de Estrasburgo. Vienen de muy lejos esos hombres y esas mujeres ojerosos y pálidos. Es una colonia de búhos en un bosque de sombras. Huele a ron, a ajenjo, a rosas muertas. Un hombre fantasmal se asoma a una esquina como a un escenario. Por las ventanas se traslucen cuadros y libros. Es el país de las botellas vacías y de los gatos enfermos.

Tierras bajas de diques, de tulipanes y de ladrillos rojos son las de la meseta contigua. En fila las rígidas casas negras, rojas y blancas montan guardia al arco cuáquero de Washington. No es arco, sino compuerta de la esclusa. Allí empieza el canal de la Quinta Avenida. Que bordea en derechura las cumbres de la cordillera central: el Flat Iron, el Woolworth, el Empire State, el Rockefeller Center. Es el país de los hacendosos ánades y de los iluminados pavos reales. Compuertas de luz derraman oro. Se deslizan grandes automóviles como témpanos de cristal. Las mujeres son como curiosos animales de cabeza de plumas y cuerpo de espesas y brillantes pieles.

Por el lado del Poniente se abre el país de las visiones, los despojos y los fantasmas. De grandes camiones panzudos bajan ristras de trajes que tiemblan vacíos en el aire. De todos los colores, de todos los tamaños, de todas las formas. Flotan como hojas secas, se arremolinan, llenan la calle: muselinas blancas, sedas verdes, lanas rojas. Millares de mangas vacías, millares de faldas vacías, de pie, dobladas, tendidas, aplastadas. Los trajes vacíos de un mundo. Un mundo en ausencia temblorosa. Todos sus hombres, todas sus mujeres, todos sus niños, como moldes plegados en la tela fría que los aguarda. No cuerpos, sino trajes; no manos, sino guantes; no cabezas, sino sombreros. Un mundo muerto de visiones vacías, de formas desmadejadas, de huellas, de evocaciones, que unos cuantos hombrachones toscos manipulan y ajan.

Pero a poco trecho los fantasmas inertes se animan. El río de Broadway llega a su máxima profundidad y poderío en torno a la roca del edificio del Times. Imágenes gigantescas de hombres y de mujeres se asoman sobre un hervor de luces vivas de todos los colores al turbio caudal humano que rueda abajo. Siluetas luminosas se mueven, saltan, aparecen y desaparecen. Todos los tiempos, todos los apetitos, todas las latitudes palpitan en la agitada incandescencia. Hay calor y color de fragua. Hay muchedumbre de incendio. Todos miran hacia arriba.

Por una puerta asoma la silueta de un vaquero, en otra se abre inmensa la sonrisa y el nombre de una mujer, en otra se alza un pirata, en otra un avión de bombardeo, en otra el rey Enrique V, en otra Santa Juana de Arco. Grandes voces trepidan anunciando prodigios. Distintas músicas van y vienen en resaca. Una placa luminosa dice 'Oklahoma', otra 'Aída', otra 'Paisan', otra 'The Respectful Prostitute', otra, otra. Quien penetra al través de las puertas encendidas puede contemplar a Isolda cantando sobre el cadáver de Tristán, a Ana Bolena en la prisión, la trágica vida y muerte de un vendedor, las doscientas piernas de las 'rockettes' subir y bajar al unísono, un duelo de ametralladoras entre pistoleros de Chicago, y hermosas bocas abiertas, hermosos ojos entornados, cantando las mil variaciones de un mismo ritmo dulzón que dice las mismas palabras de posesión, de despecho, de amor, de deseo. Todos los trajes del mundo están vestidos y hablan y gesticulan. Es el país del museo vivo de las figuras de cera, los rehenes de Gengis Kan, las visiones palpables del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso de la comedia de la humanidad que rueda en el hirviente cauce de Broadway.

El río humano entra y sale por las doradas puertas de aquellas cavernas de Alí Babá. En el momento en que Ethel Merman, apoyada sobre un rifle, alza su canto sobre la cabeza de Búfalo Bill, se mece el coro de South Pacific, se detienen un segundo las bailarinas de Radio City y el beso de Ingrid Bergman a su galán se va reflejando de pantalla en pantalla, de acera en acera, hasta perderse en un sombrío cine de barrio. Ese es el momento en que Rocky Graziano toca con un jab la quijada del challenger, en que Sonja Heine entre plumas y diamantes abandona el hielo por el aire, en que Gene Autry baja de su caballo para tocar la guitarra y en que la sirena de la ambulancia de la película sale aullando a la calle a llevarse el herido que se desangra en la esquina, de una herida verdadera.

Es un país polar, de pulido hielo luminoso y transparente. No hay sombras. No se ven sino espejismos, reflejos, descomposiciones de la luz en el cristal. Y los que allí están dan vueltas y vueltas sin poderse escapar.

Los que se escapan pueden llegar a descubrir los prados y los lagos que se abren entre los altos farallones de piedra. Es una región de caballos y de arboledas donde el día es más largo que la noche y la noche trae sombras. Es tierra de tránsito y de encuentro. Todos los que pasan quisieran detenerse, pero tienen que seguir galopando en el caballo. Pasan tribus errantes y desorientadas: llevan niños, comidas, fardos. Se tumban bajo unos árboles. Los hombres y las mujeres se hacen el amor. Comen los niños. Hasta que oyen rugir los leones, o mirar la silueta de la pantera sobre la roca y huyen hacia otra arboleda, hacia otro lago, donde van a tumbarse de nuevo, a comer de nuevo, a acariciarse, tal vez a levantar una tienda, pero después de un tiempo vuelven a marcharse. Lo que parecían esperar es el largo encuentro de la noche y el día. Cuando se ha consumado salen hacia los lejanos farallones de piedra. Cada rincón tiene una historia, cada árbol un nombre, cada roca un testimonio. El policía pasa al trote de su caballo junto al banco donde asesinaron a la muchacha en la noche de invierno, y el viejo soñoliento recuesta la cabeza sobre el corazón que tiene grabado el tronco de un árbol con una inscripción que dice: 'John Loves Mary'.

Donde termina la pradera abierta se alzan las fronteras de un mundo primitivo. Se oye un son de tambor. Huele a selva y a trópico. Brilla el sol sobre los rostros sudorosos de los negros. Corren niños descalzos y hombres pensativos se sientan en las escalinatas de los portales. No se ven plantas, pero se siente la presencia de la caña de azúcar y del algodón. Hay una sombra de selva que sale por las húmedas bocas de los sótanos. Todo se mueve con un ritmo sordo, acompasado y profundo. Gruesas voces se arrastran como serpientes. Por una ventana brota una música entrecortada y sacudida y se miran las siluetas de hombres y mujeres contorsionados en secos espasmos rítmicos. Toda la calle y todos los que en ella están con sus voces, sus andares y sus miradas están dentro del compás. El suelo es de oscura tierra fluvial. En la sombra hay cocos y helechos.

Pero más allá lo que hay son islas. Empieza el archipiélago de los antillanos. Bongó, arroz, español sincopado. Junto a una puerta hay diez tenduchos llenos de clientes que no salen. Huele a café tostado. Se habla a gritos de una acera a la otra, de la más alta ventana a la calle. Se alzan pomposas palmeras de voces. Todos se asoman a la calle como a un espectáculo.

La isla se adelgaza para morir frente a las vastedades del Bronx. Las gentes están como más apeñuscadas en ese último extremo de tierra que ya no da más espacio. En cada habitación duermen cinco. En cada portal hay un faro. Cada calle es una feria. El más grande y final apeñuscamiento se cuaja en el estadio de Polo Grounds. A una sola voz la muchedumbre aúlla siguiendo la pelota que ha disparado un bateador, que se estabiliza en el azul y que parece que va a rebasar la isla.

Todo esto es lo que los exploradores dicen que han visto. Muchos tan sólo lo oyen contar y nunca se aventuran más allá de la tierra que conocen y del clima en que nacieron. Porque las diferencias son tan grandes que hacen difícil la adaptación y ponen en peligro la vida del que trasmigra. Del Harlem tropical y sudoroso no se puede pasar al país de pieles, de hielo y de metales que se refleja en el canal de la Quinta Avenida y en los Icebergs de Park Avenue. El clima, la dieta, los hábitos son distintos. En Harlem se comen bananas y ñames antillanos. En las heladas cavernas de la cordillera central de Manhattan hay caviar y trufas en metal y en vidrio. O en témpanos de hielo labrado.

Del húmedo clima de las colinas del Bowery, que dan cebollas, ajos y papas, no se puede pasar al país nocturno de Greenwich Village, sólo de ajenjos y alcoholes y de flores maceradas.

Las costumbres y los valores son distintos. Con lo que paga por una comida un viejo banquero dispéptico en el Café Chambord se hartan los apetitos de treinta viandantes en el mostrador de la Botica o en el columbario del Automático. Seis metros de cola humana a las puertas de «Radio City» valen lo que la más rubia caja de tabacos del 'humidor' de 'Dunhill'. El azuloso abrigo de tres cuartos que pasea la modelo en el salón de 'Revillón' un instante, vale lo que los cinco más monótonos años de trabajo de un ascensorista, que es como ir de la tierra a la luna por el hueco de un ascensor oyendo a las mismas personas decir las mismas cosas sobre el tiempo y recitando cada tres metros: «Cuidado al pisar».

Las cosas cambian de ser y de valor. Adquieren un valor de exotismo y de dificultad. De calor en hielo o de hielo en calor. El huevo que sirven en el Stork Club vale lo que seis huevos de los Child’s, lo que ocho de las cafeterías del Broadway central, donde los clientes comen de sombrero sin mirar a los clientes de los otros tres lados de la mesa; lo que dieciséis de los huevos de jungla del Spanish Harlem y lo que treinta y dos huevos de los tenduchos del Bowery.

Y no un abrigo oscuro y espeso de los que se pasean coronados por la barba de un rabino por las sinagogas de Brooklyn, sino hasta diez grandes abrigos de rabino, se compran con lo que apenas alcanza para pagar un sombrerito de paja con tres plumas de gallina que está en la vitrina de Hattie Carnegie.

El tiempo tampoco es el mismo. Cuando es el mediodía en los verdes de Riverside hay sombras en Down Town. Nunca llega el sol al fondo del cañón donde pululan las termitas de Wall Street. Harlem está en el trópico. Pero el sol de medianoche y la aurora boreal brillan perpetuos en las rías de Times Square.

Cuando todos están despiertos en la calle 42, todos duermen hacinados en los soportales, en las aceras, en las alcobas del bajo East Side".

miércoles, 18 de marzo de 2020

¿Mortificaciones de la reclusión?

Al parecer podré recluirme por unos cinco días así que dispondré de los siguientes libros... Pero antes...

No tiene nada de malo disfrutar de la reclusión. Si uno tuviera un problema de salud, ¿por qué se culparía si encuentra disfrute en la prescripción médica? Es normal que se haga esta aclaración a los chicos: "No son vacaciones". Y si bien lo que se quiere es que la familia no salga o que los chicos no pierdan tiempo de estudio (¿pierden realmente mucha cosa?) estemos atentos, porque podemos olvidar la posibilidad de disfrutar de los beneficios de la reclusión y pensar que solo debemos "sufrir" de algún modo.

Por otro lado (y especialmente porque es Cuaresma) hay cosas en las que podemos ayudar a los demás. Enviar mensajes y hablar por teléfono a personas que están solas, preocupadas. Rezar.

Y ahora sí los libros:

- Cuentos de navegantes, selección de Juan Bautista Duizeide
- Cuentos completos de Flannery O'Connor
- Cuentos completos (I) de Henry James
- El libro de Monelle, de Marcel Schwob

Lectura en voz alta:

- Las aventuras de Sherlock Holmes

Algo como lo antepuesto me toma más que cinco días (¡si vieran el volumen de algunos de esos libros y supieran lo lento que me gusta leer!), pero tenerlos todos apilados es una sensación única.

Y recordemos que no es época de reclusión. Hay que recluirse, pero la época es Cuaresma.

domingo, 8 de marzo de 2020

La ciudad de nadie (III)

"And in the naked light I saw
Ten thousand people, maybe more
People talking without speaking
People hearing without listening
People writing songs that voices never share
And no one dare
Disturb the sound of silence"
(The sounds of silence, Simon & Garfunkel)

Por la época en que leía el capítulo III me sonaba esa canción, que no anda muy lejos del tema…

(Entradas anteriores: I, II; textos tomados siempre de ViceVersa)

"En Manhattan la tierra es más cara que el alabastro, las alcobas están más altas que las torres de las catedrales, hay más riquezas reunidas que en todo el resto del mundo y la acumulación de seres humanos, cosas, máquinas y edificios desmesurados es la más impresionante que en ninguna época haya existido en el planeta. A veces parece la fantasía de un geómetra puritano y a veces un escenario para las hazañas terroríficas de Gargantúa. A veces parece un ser vivo, entero, distinto e indiferente a todo lo demás y en ocasiones, también, por su vertiginosa y mecánica fuerza de crecimiento, da la impresión de lo inhumano y hasta de lo inorgánico.

Ha sido el campo de algunas de las más grandes hazañas materiales y morales del hombre. Muchas de sus cosas carecen de semejanza o de precedente con ninguna otra. Hay la más alta torre y el hombre más rico del mundo, y el semental más caro, y el niño que toma más leche, y el crimen perfecto, y los mejores y más admirados atletas. Pero de todas estas cosas y muchas otras que no nombro, la más impresionante es la de la soledad en que viven y actúan las gentes. Manhattan viene a ser, por sobre todo, la isla de los solitarios. Un mínimo islote poblado por millares de solitarios, apresurados, abstraídos en invisibles fines, incomunicados dentro de la campana neumática de la soledad.

En donde está el hombre está la soledad como su sombra, que lo sigue, lo acecha, lo espera. Más dramático que el destino de , cuando vendió su sombra, ha de ser el de la persona que llega a vender su soledad. Y hasta casi podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece, y que hay algunos que no han merecido ni merecerán ninguna.

Los millones de solitarios de Manhattan no gozan de la mejor clase de soledad; sufren más bien de una forma de ella inferior e involuntaria.

No es, en general, la de ellos la rica y fecunda soledad que Dios regala a algunos elegidos y que es el reino donde el hombre entra para luchar sin tregua por encontrarse a sí mismo y vislumbrar el rostro de su Deidad y las luces de su destino. La de ellos es más bien una soledad física, pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, y que es ignorada por quienes la sufren, como hay quienes ignoran que están enfermos o que son desgraciados.

El curioso que se detiene a observar las gentes que pasan por las calles congestionadas de Manhattan advierte de inmediato que todas están solas. Cada unidad parece ignorar a todas las otras, y revela en los gestos, en la acelerada angustia del paso, la sensación interior de estar abandonada a sus propios recursos y no poder comunicarse con nadie. No es una expresión serena o gozosa la que sus rostros revelan, como suele ser la de los que gozan de los paraísos secretos de la meditación solitaria, lo que, en uno de sus aspectos, llamaba France las silenciosas orgías del pensamiento; aquellas sublimes voluptuosidades en las que fueran doctos, desde San Antonio y Erasmo, hasta Tartarín, toda la vasta gama de los hombres dotados de vida interior. Ni saben que están condenados a la soledad, ni tienen el gusto, ni el arte, ni la ocasión de gozarla.

Ciertamente debe haber en la isla de Manhattan muchos que cultivan una soledad creadora, pero quienes la caracterizan no son éstos, sino los millones de solitarios transeúntes que desconocen su propia condición.

Están en todas partes. Son casi toda la gente que llena las calles, los teatros, que se paran en las esquinas a mirar los matices cambiantes de los avisos luminosos y las noticias de los diarios.

Yo he visto estos solitarios apretujados en increíbles racimos en los andenes y en los coches del tren subterráneo. Apenas queda espacio para mantenerse en pie dentro del denso rebaño, y sin embargo todos van solos, nadie está acompañado; entre el ruido de las ruedas y los mugidos del motor es raro oír una voz humana, y cuando se oye todos los que la alcanzan se vuelven como recién despertados, llenos de sorpresa y hasta de desazón. Cuando alguien quiere informarse sobre el itinerario se dirige al plano mudo que está en la pared, con el gesto con que el peregrino en el desierto o en el mar mira las estrellas para consultar el rumbo. Tampoco casi nadie mira a otro, y cuando por azar dos miradas se cruzan, instantáneamente se desvían llenas del temeroso presentimiento de haberse asomado al más allá. En los andenes esta masa se forma sin soldaduras ni unidad, y se deshace sin desgarramiento, con la silenciosa mecánica con que las moléculas de los líquidos se yuxtaponen y se separan. Moléculas de soledad.

Las tiendas también están repletas de solitarios. Yo he visto florecer la admirable comunicación de la simpatía humana entre mercaderes y compradores y simples curiosos en los zocos árabes, donde hasta los camellos y los asnos parece que entran en el diálogo abierto y en el interés de lo que se debate. Y recuerdo también la viva comunidad de relaciones que florece en voces, interpolaciones, regateos, testimonios y consultas en las tiendas de España, Italia o Francia. La más grande tienda del mundo en la isla de Manhattan no se parece a nada de esto. Está repleta de enfermos de soledad. Nadie parece enterarse de que allí hay otros seres humanos. Y cuando al final, después de una silenciosa preparación, alguien se dirige al hortera, en voz baja y rápida, recibe una contestación más breve todavía. Es un ser que, en una encrucijada de su destino, consulta a la pitonisa y recibe la enigmática respuesta que ha de resolver por sí solo.

Pero donde estos solitarios llegan a lo más hondo de su condición es en esos grandes refectorios donde entran por un instante a comer lo imprescindible para alimentar el cuerpo. Allí no es necesario gastar una palabra. El solitario toma de largos mostradores y va colocando en una bandeja el magro condumio que necesita y luego se sienta en una mesa, abstraído mientras come sin tregua. No se percata de que otros tres solitarios se han sentado a la misma mesa, y hay momentos en que parece que han llegado al milagro de hacerse invisibles los unos para los otros. No llegan a compartir ni el pan, ni la palabra, ni menos el sentimiento.

Al hombre de otro mundo que ha caído en esta isla termina por formársele un complejo de angustia ante tanta soledad sin provecho. Llega a creer que es necesario que un día llegue algún profeta a la isla y emprenda de inmediato una gran cruzada, o un gran despertar. Por medios mágicos congregará a los habitantes de la isla para decirles que no pueden seguir como están, que es necesario que aprendan a estar juntos, a estar en compañía, a disfrutar del maravilloso don de la presencia de otros seres humanos.

Pero mientras llega a ocurrir esta revelación, la isla de Manhattan continúa poblada por millones de solitarios que ignoran que están solos".