viernes, 27 de marzo de 2020

La ciudad de nadie (IV)

Volvemos con el venezolano Uslar-Pietri a la Nueva York de los cincuenta.

Me gustan mucho los capítulos V y VI, que hablan de la comida y de la publicidad, con un concepto revelador para mí, en el primer caso, y diciendo algo que yo ya pensaba y sabía que alguien tendría que haber notado antes que yo, en el segundo.

Pero debo aguantarme y dejarles primero el capítulo IV, como temiendo que alguien se aburriera de la serie. Sin embargo es un deleite también este capítulo. No se lo pierdan (textos copiados de ViceVersa).

"La isla de Manhattan asoma hacia el mar su ancha cabeza de hipopótamo semisumergido. El verde hueco de su respingada nariz derecha es el Parque de Battery. Su pequeña oreja negra se mueve en el ángulo saliente de la línea de muelles con el cuerpo del Queen Mary. Y su pesado lomo se va hundiendo y adelgazando entre los brazos del río hacia el norte.

Pero no es animal, sino mundo. Mundo aparte, inorgánico, complejo, con su difícil y turbia geografía.

En la escuela de las gaviotas, que lo ven como un muelle interminable que da vueltas sobre sí mismo, temblando en estrías, le conocen las fronteras.

Por el lado del Sur limita con la estatua de la Libertad y los estrechos que conducen al Atlántico. Por el lado del Poniente mira hacia la costa de chimeneas, humo y ruido de hierros de Nueva Jersey custodiado por fúnebres barcazas de carbón. Por el Este y el Norte, más allá del agua del río, mira las chatas, monótonas y provincianas villas de Bronx, Brooklyn, Queens, donde hay seres humanos que viven en casas y los trenes corren por entre árboles.

Pero esos límites sólo los conocen las gaviotas o los que se asoman a los muelles o suben a las torres. Para los hombres de la calle limita a lo ancho con paredes y a lo largo con humo y con cielo.

La geografía de este mundo es difícil y extraordinaria. Sus montes no son de tierra, sus ríos interiores no son de agua, sus minas no son de minerales. La cumbre de su cordillera central es el mástil del edificio Empire State. Su principal hoya hidrográfica es la de 'Broadway', cuajado río de gente. La Quinta Avenida no es río, es un recto canal artificial. Los socavones del tren subterráneo son sus minas.

Y está cubierto de regiones, de países, de reinos, de razas, de tundras, de selvas, de mesetas, de gargantas, de zonas, de climas.

Comienza en el extremo sur con el abrupto macizo de Wall Street. País sin sol, húmedo, todo en desfiladeros y veredas de donde nace la corriente de Broadway. La toponimia revela que una vez hubo un pino, que una vez hubo un cedro, que una vez hubo un cerezo. Pero todo ello pertenece a edades geológicas desaparecidas. Hoy no queda sino la piedra lavada, angosta y en penumbra. Hay un frío de metal acumulado. El frío acumulado en toneladas de oro frío que traspasa la piedra de las bóvedas y el pavimento de la calle.

Huele a pescado y es tierra de colina y de cavernas la que sostiene la romántica jaula de hierro del puente de Brooklyn. El puente de los suspiros de los viejos beodos del Bowery. Es tierra inundada por una vieja creciente donde todo se ha quedado en charcas muertas, en esqueletos de animales devorados, en olor de viejas cosas ocultas. Lo hace tempestuoso el paso del tren elevado.

Al lado aparecen en un aire de tifón los espectros de sauces, los fetos de serpientes y los faroles de papel del Barrio Chino. Es una tortuosa y menuda aldea en una nava. No hay agua sino de aguador. Y todo está amarillo de hambre y de sabiduría. Su fauna es de gusanos de papel, de dragones de cartón, de caballos de terracota, de elefantes de marfil y de escarabajos de jade. Su flora es de crisantemos de seda. Su calendario y su intimidad no se conocen.

Todo es plaza abierta y tiempo de cosecha en la abigarrada Italia que le sigue. Las casas desbordan por las puertas en tomates, quesos, panes, calientes voces. Hay música de organillos. Todo grita, corre, habla y se agita. Hay un chirriar de aceite de oliva en caldero. Es tierra de calor donde el sol hace fuertes sombras.

Muy distinto es el país nocturno que queda hacia el Poniente. Gente silenciosa y lenta sale en el atardecer. Las paredes están cubiertas de figuras y de manchas. Se oyen acordeones. Todos parecen tener fiebre. Andan como gatos, miran como ciervos. En los oscuros patios hay raíces de mandrágora y de adormidera. Nadie mira las cosas que lo rodean y tan sólo los guías de los autobuses de turistas dicen que aquel istmo entre sombras se llama Greenwich Village. Si hay una paloma es de San Marcos, si asoma una cigüeña es de Estrasburgo. Vienen de muy lejos esos hombres y esas mujeres ojerosos y pálidos. Es una colonia de búhos en un bosque de sombras. Huele a ron, a ajenjo, a rosas muertas. Un hombre fantasmal se asoma a una esquina como a un escenario. Por las ventanas se traslucen cuadros y libros. Es el país de las botellas vacías y de los gatos enfermos.

Tierras bajas de diques, de tulipanes y de ladrillos rojos son las de la meseta contigua. En fila las rígidas casas negras, rojas y blancas montan guardia al arco cuáquero de Washington. No es arco, sino compuerta de la esclusa. Allí empieza el canal de la Quinta Avenida. Que bordea en derechura las cumbres de la cordillera central: el Flat Iron, el Woolworth, el Empire State, el Rockefeller Center. Es el país de los hacendosos ánades y de los iluminados pavos reales. Compuertas de luz derraman oro. Se deslizan grandes automóviles como témpanos de cristal. Las mujeres son como curiosos animales de cabeza de plumas y cuerpo de espesas y brillantes pieles.

Por el lado del Poniente se abre el país de las visiones, los despojos y los fantasmas. De grandes camiones panzudos bajan ristras de trajes que tiemblan vacíos en el aire. De todos los colores, de todos los tamaños, de todas las formas. Flotan como hojas secas, se arremolinan, llenan la calle: muselinas blancas, sedas verdes, lanas rojas. Millares de mangas vacías, millares de faldas vacías, de pie, dobladas, tendidas, aplastadas. Los trajes vacíos de un mundo. Un mundo en ausencia temblorosa. Todos sus hombres, todas sus mujeres, todos sus niños, como moldes plegados en la tela fría que los aguarda. No cuerpos, sino trajes; no manos, sino guantes; no cabezas, sino sombreros. Un mundo muerto de visiones vacías, de formas desmadejadas, de huellas, de evocaciones, que unos cuantos hombrachones toscos manipulan y ajan.

Pero a poco trecho los fantasmas inertes se animan. El río de Broadway llega a su máxima profundidad y poderío en torno a la roca del edificio del Times. Imágenes gigantescas de hombres y de mujeres se asoman sobre un hervor de luces vivas de todos los colores al turbio caudal humano que rueda abajo. Siluetas luminosas se mueven, saltan, aparecen y desaparecen. Todos los tiempos, todos los apetitos, todas las latitudes palpitan en la agitada incandescencia. Hay calor y color de fragua. Hay muchedumbre de incendio. Todos miran hacia arriba.

Por una puerta asoma la silueta de un vaquero, en otra se abre inmensa la sonrisa y el nombre de una mujer, en otra se alza un pirata, en otra un avión de bombardeo, en otra el rey Enrique V, en otra Santa Juana de Arco. Grandes voces trepidan anunciando prodigios. Distintas músicas van y vienen en resaca. Una placa luminosa dice 'Oklahoma', otra 'Aída', otra 'Paisan', otra 'The Respectful Prostitute', otra, otra. Quien penetra al través de las puertas encendidas puede contemplar a Isolda cantando sobre el cadáver de Tristán, a Ana Bolena en la prisión, la trágica vida y muerte de un vendedor, las doscientas piernas de las 'rockettes' subir y bajar al unísono, un duelo de ametralladoras entre pistoleros de Chicago, y hermosas bocas abiertas, hermosos ojos entornados, cantando las mil variaciones de un mismo ritmo dulzón que dice las mismas palabras de posesión, de despecho, de amor, de deseo. Todos los trajes del mundo están vestidos y hablan y gesticulan. Es el país del museo vivo de las figuras de cera, los rehenes de Gengis Kan, las visiones palpables del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso de la comedia de la humanidad que rueda en el hirviente cauce de Broadway.

El río humano entra y sale por las doradas puertas de aquellas cavernas de Alí Babá. En el momento en que Ethel Merman, apoyada sobre un rifle, alza su canto sobre la cabeza de Búfalo Bill, se mece el coro de South Pacific, se detienen un segundo las bailarinas de Radio City y el beso de Ingrid Bergman a su galán se va reflejando de pantalla en pantalla, de acera en acera, hasta perderse en un sombrío cine de barrio. Ese es el momento en que Rocky Graziano toca con un jab la quijada del challenger, en que Sonja Heine entre plumas y diamantes abandona el hielo por el aire, en que Gene Autry baja de su caballo para tocar la guitarra y en que la sirena de la ambulancia de la película sale aullando a la calle a llevarse el herido que se desangra en la esquina, de una herida verdadera.

Es un país polar, de pulido hielo luminoso y transparente. No hay sombras. No se ven sino espejismos, reflejos, descomposiciones de la luz en el cristal. Y los que allí están dan vueltas y vueltas sin poderse escapar.

Los que se escapan pueden llegar a descubrir los prados y los lagos que se abren entre los altos farallones de piedra. Es una región de caballos y de arboledas donde el día es más largo que la noche y la noche trae sombras. Es tierra de tránsito y de encuentro. Todos los que pasan quisieran detenerse, pero tienen que seguir galopando en el caballo. Pasan tribus errantes y desorientadas: llevan niños, comidas, fardos. Se tumban bajo unos árboles. Los hombres y las mujeres se hacen el amor. Comen los niños. Hasta que oyen rugir los leones, o mirar la silueta de la pantera sobre la roca y huyen hacia otra arboleda, hacia otro lago, donde van a tumbarse de nuevo, a comer de nuevo, a acariciarse, tal vez a levantar una tienda, pero después de un tiempo vuelven a marcharse. Lo que parecían esperar es el largo encuentro de la noche y el día. Cuando se ha consumado salen hacia los lejanos farallones de piedra. Cada rincón tiene una historia, cada árbol un nombre, cada roca un testimonio. El policía pasa al trote de su caballo junto al banco donde asesinaron a la muchacha en la noche de invierno, y el viejo soñoliento recuesta la cabeza sobre el corazón que tiene grabado el tronco de un árbol con una inscripción que dice: 'John Loves Mary'.

Donde termina la pradera abierta se alzan las fronteras de un mundo primitivo. Se oye un son de tambor. Huele a selva y a trópico. Brilla el sol sobre los rostros sudorosos de los negros. Corren niños descalzos y hombres pensativos se sientan en las escalinatas de los portales. No se ven plantas, pero se siente la presencia de la caña de azúcar y del algodón. Hay una sombra de selva que sale por las húmedas bocas de los sótanos. Todo se mueve con un ritmo sordo, acompasado y profundo. Gruesas voces se arrastran como serpientes. Por una ventana brota una música entrecortada y sacudida y se miran las siluetas de hombres y mujeres contorsionados en secos espasmos rítmicos. Toda la calle y todos los que en ella están con sus voces, sus andares y sus miradas están dentro del compás. El suelo es de oscura tierra fluvial. En la sombra hay cocos y helechos.

Pero más allá lo que hay son islas. Empieza el archipiélago de los antillanos. Bongó, arroz, español sincopado. Junto a una puerta hay diez tenduchos llenos de clientes que no salen. Huele a café tostado. Se habla a gritos de una acera a la otra, de la más alta ventana a la calle. Se alzan pomposas palmeras de voces. Todos se asoman a la calle como a un espectáculo.

La isla se adelgaza para morir frente a las vastedades del Bronx. Las gentes están como más apeñuscadas en ese último extremo de tierra que ya no da más espacio. En cada habitación duermen cinco. En cada portal hay un faro. Cada calle es una feria. El más grande y final apeñuscamiento se cuaja en el estadio de Polo Grounds. A una sola voz la muchedumbre aúlla siguiendo la pelota que ha disparado un bateador, que se estabiliza en el azul y que parece que va a rebasar la isla.

Todo esto es lo que los exploradores dicen que han visto. Muchos tan sólo lo oyen contar y nunca se aventuran más allá de la tierra que conocen y del clima en que nacieron. Porque las diferencias son tan grandes que hacen difícil la adaptación y ponen en peligro la vida del que trasmigra. Del Harlem tropical y sudoroso no se puede pasar al país de pieles, de hielo y de metales que se refleja en el canal de la Quinta Avenida y en los Icebergs de Park Avenue. El clima, la dieta, los hábitos son distintos. En Harlem se comen bananas y ñames antillanos. En las heladas cavernas de la cordillera central de Manhattan hay caviar y trufas en metal y en vidrio. O en témpanos de hielo labrado.

Del húmedo clima de las colinas del Bowery, que dan cebollas, ajos y papas, no se puede pasar al país nocturno de Greenwich Village, sólo de ajenjos y alcoholes y de flores maceradas.

Las costumbres y los valores son distintos. Con lo que paga por una comida un viejo banquero dispéptico en el Café Chambord se hartan los apetitos de treinta viandantes en el mostrador de la Botica o en el columbario del Automático. Seis metros de cola humana a las puertas de «Radio City» valen lo que la más rubia caja de tabacos del 'humidor' de 'Dunhill'. El azuloso abrigo de tres cuartos que pasea la modelo en el salón de 'Revillón' un instante, vale lo que los cinco más monótonos años de trabajo de un ascensorista, que es como ir de la tierra a la luna por el hueco de un ascensor oyendo a las mismas personas decir las mismas cosas sobre el tiempo y recitando cada tres metros: «Cuidado al pisar».

Las cosas cambian de ser y de valor. Adquieren un valor de exotismo y de dificultad. De calor en hielo o de hielo en calor. El huevo que sirven en el Stork Club vale lo que seis huevos de los Child’s, lo que ocho de las cafeterías del Broadway central, donde los clientes comen de sombrero sin mirar a los clientes de los otros tres lados de la mesa; lo que dieciséis de los huevos de jungla del Spanish Harlem y lo que treinta y dos huevos de los tenduchos del Bowery.

Y no un abrigo oscuro y espeso de los que se pasean coronados por la barba de un rabino por las sinagogas de Brooklyn, sino hasta diez grandes abrigos de rabino, se compran con lo que apenas alcanza para pagar un sombrerito de paja con tres plumas de gallina que está en la vitrina de Hattie Carnegie.

El tiempo tampoco es el mismo. Cuando es el mediodía en los verdes de Riverside hay sombras en Down Town. Nunca llega el sol al fondo del cañón donde pululan las termitas de Wall Street. Harlem está en el trópico. Pero el sol de medianoche y la aurora boreal brillan perpetuos en las rías de Times Square.

Cuando todos están despiertos en la calle 42, todos duermen hacinados en los soportales, en las aceras, en las alcobas del bajo East Side".

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