Habíamos dejado de publicar la serie "La ciudad de nadie" (la transcripción por capítulos del ensayo o relato de viaje del venezolano Arturo Uslar-Pietri en la Nueva York de 1950) cuando leímos tantas malas noticias.
Pero hoy leí que tuvieron el primer día sin muertos, así que decidí reiniciar la serie.
Esta parte, la V, es una de las que más me gusta. Es sobre la comida.
Pero hoy leí que tuvieron el primer día sin muertos, así que decidí reiniciar la serie.
Esta parte, la V, es una de las que más me gusta. Es sobre la comida.
"El pintor que tuviera que hacer el elogio plástico de los claros varones de Manhattan tendría que pintarlos ensimismados, en un sueño de poderío abstracto, entre sus ruedas dentadas, sus curvas estadísticas, de espaldas a una ventana que domina un bosque de rascacielos y contemplando en la mano un segmento de la blanca lombriz aplastada que mana del teletipo con las últimas cotizaciones. A lo sumo, como nota de fruición y de alegría, en la pared, la silueta triangular del gallardete de una universidad deportiva.
Son los amos de un mundo cuyo botín se resuelve en cifras.
Nunca podría ocurrírsele al pintor encargado de inmortalizarlos ponerlos en el momento de gozar de los sazonados frutos de la tierra. Sentarlos a la cabeza de una caótica mesa de Renacimiento donde todos los climas de la Tierra han delegado sus frutas y sus animales, o en el centro de la resonante boda flamenca, con derramados vinos y risas, que todavía gira en algún Brueghel.
Y es que las gentes de esta isla no tienen ni el gusto ni el arte de la comida. Apenas dedican tiempo a alimentarse en una forma somera, desabrida y rápida. Los mira uno ingerir con apresuramiento y sin dedicación un sandwich o una ensalada, mal sentados en la estrecha silla de un mostrador, con el sombrero puesto y el diario bajo el brazo. Hay quienes no toman sino una pintoresca ensalada de hierbas. Esa ensalada verdi-blanca que desborda de las cazoletas de madera es la única fantasía de su alimentación. Pero el plato típico preferido y ponderado que se come en los hoteles de los millonarios y en las fritangas de los muelles es el jamón con huevos fritos y el pastel de manzana. O acaso el «perro caliente».
Lo que un pueblo come retrata su historia y su psicología. La cocina es una de las más elaboradas formas de la cultura. Algunas salsas significan tanto culturalmente como un estilo arquitectónico o como una forma poética. Algunos vinos están tan entrañablemente mezclados a una raza y a un suelo como la propia lengua en que se expresan. La aptitud para sublimar el contenido de las necesidades primarias es el verdadero signo de la cultura. La transformación del refugio rupestre en catedral barroca no es muy diferente, como hazaña y marca de una cultura, a la transformación del bocado de carne asada en tournedos Rossini.
El pueblo griego, con el mismo impulso sagrado con que hizo el Partenón y creó la filosofía, transformó el acto animal de alimentarse en el noble ambiente del symposium, el banquete socrático en el que junto con la comida y la música de las flautas tiene lugar el rito del diálogo. Son también las sobremesas de los alejandrinos cargadas de gracia escéptica, y las de las villas florentinas bajo los Médicis, y las del París de la Restauración, cuando Talleyrand, con sublime elevación, explicaba el difícil arte de tomar una copa de fine Champagne. Un arte no menos complicado, sutil y simbólico que el que los chinos han madurado en milenios para preparar y servir el té.
Esa refinada estilística de la cocina, que adquiere tan extraordinario esplendor en la cultísima nación francesa, es una de las mejores vías de acceso hacia la intimidad espiritual de un pueblo. El Chianti, la polenta y las pastas son la parte más viva y asequible de la historia cultural italiana. El sauerkraut y la cerveza dicen más sobre el alma alemana que el falso Arco de Brandeburgo. El cocido de Castilla y el arroz de los valencianos son de las expresiones más reveladoras de la vida de la meseta y del mediterráneo español. Y la diferencia tónica y conceptual del vino de Burdeos y del vino de Borgoña reflejan la más rica de las contraposiciones del alma de Francia.
Lo que el hombre de Manhattan come es de lo más pobre e insignificante de la cocina universal. El refinado arte de las salsas le es desconocido. El vino y el aceite, que son dos de los más extraordinarios alimentos de la cultura antigua, le son ajenos. El maíz, que es la planta naturalmente más ligada al misterio telúrico del continente americano, les llega puro, en hábito de trigo, sin los significativos procesos de preparación y de fermentación que los indios han llevado a los pobladores de otras zonas, y que son la arepa, la chicha, la mazamorra, y todos esos conceptos en los que sobrevive y se transmite el sentimiento de una raza casi muda en la historia.
Comen poco, desabridamente y con premura. Las más de las gentes entran de carrera al mediodía al mostrador de una farmacia y a medio sentar comen un sandwich. Es ese mismo sandwich, que a esa misma hora, hora standard del Este, comen uniformemente millones de hombres y mujeres. Algo sin duda tiene que ver esta alimentación con la historia de la isla, con su arquitectura, con su paisaje y con su espíritu. Forma parte de una sensibilidad, de una manera de entender la vida. Algo del rascacielos, y del inmenso estadio de pelota, y del luminoso sol de invierno, y del color del Hudson, se refleja en el sandwich y en el vaso de Coca-Cola con que almuerza el hombre que los habita, los construye y los ama. El mongol que hizo su historia a caballo, que se calentaba con estiércol, y que se adornaba con crines, también se embriagaba con leche de yegua. La comida es una de las formas fundamentales de conocimiento y una de las mayores expresiones de la sensibilidad. Lo que fundamentalmente puede diferenciar los rascacielos de los palacios de Gabriel y la java rezongada en acordeones en los fonduchos franceses de la monótona cantata de los ozarks resalta más contrastadamente entre el hombre que almuerza con sandwich y Coca-Cola en el mostrador de una farmacia de Nueva York y el locuaz obrero que en una acera de París se instala a comer un elaborado guiso, mientras rebana un grueso pan sostenido bajo el brazo y empina repetidamente la botella de vino rojo que siempre está a su lado con poderosa presencia. En esa botella de vino la historia y la geografía de Francia entran en comunión con su pueblo. Es un caldo espiritual que los nutre de la esencia mágica de su tierra. El obrero de París tiene una noción precisa de los finos matices que distinguen a Anjou, de Alsacia y de Burdeos al través de los matices del cuerpo y del espíritu del vino en que cada región se expresa. Nada de esto ocurre en Nueva York. La Coca-Cola es igual desde el Atlántico hasta el Pacífico y las ensaladas higiénicas son hechas de las mismas desabridas y limpias yerbas en toda la extensión de la Unión.
Taine, en sus grandes hazañas de teorizante, trató de explicar una vez algunas de las diferencias de la expresión artística en los pueblos tomadores de vino y en los pueblos bebedores de cerveza por la influencia de estas bebidas. El arte del mundo latino estaría en gran parte influido y explicado por el vino, como la inorgánica, oscura y aletargada expresión de los sajones por la cerveza. El teorizante de la historia cultural y de la sensibilidad de este pueblo, que siendo tan universal tiene tan marcado acento localista en su vida, tendrá que escudriñar bastante en la significación de la Coca-Cola. No es el americano pueblo de vino o de cerveza. El hispanoamericano, que tampoco lo es, tiene, en cambio, su bebida tónica, su licor de trance, su caldo espiritual en el concentrado y profundo café. Pero esta bebida yerta que no ha pasado y salido enriquecida con los fermentos y las decantaciones, esta agua industrial y sin misterio no toca la sensibilidad ni la tiñe.
En el proceso de hacer en esta isla una vida con estilo, el terrazgo de una cultura, no se habrá adelantado mucho mientras no haya una cocina y un licor. Mientras no forjen sus propias salsas, sus guisos ambientados, su bebida emocional. Mientras no tengan la sensación de redonda y perfecta unidad que uno adivina entre la pagoda, la moral confuciana, el puente abovedado, la escritura ideográfica, los palitos de comer arroz y el té de los chinos. Entre tanto, y en medio de todas las magnificencias y los esplendores de su crecimiento, serán gente incompleta, no aclimatada en su tierra.
Este hombre del Hudson, que come apresuradamente su magra e incolora ración, no conoce la sobremesa. Y éste es también un grave inconveniente para la formación de una cultura. La sobremesa es la ocasión en que el tono de los alimentos sazonados pone su nota en las ideas y en los conceptos. Es el momento en que la naturaleza muerta de la mesa se transforma en fermento vivo del pensamiento creador. Es la hora de la unidad cultural, en la que después del banquete, sobreviene la música socrática. Lo que las musas y los dioses revelan allí ya estaba en la cocina. No pocas veces lo divino se mueve entre los pucheros, como lo sabía Santa Teresa.
Este hombre sano, fuerte, resuelto y apresurado, apenas acaba de comer se levanta. Se levanta a hacer algo. No conversa después de la comida, ni hay ninguna vinculación visible entre lo que puede decir y lo que ha comido. El comer no forma parte armoniosa de su existencia, sino que la interrumpe, la corta por un breve momento con la necesidad de alimentarse de la manera más simple, más rápida, más insignificante".
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