viernes, 31 de marzo de 2006

Propuestas para todos

La propuesta cristiana es tan “razonable” que puede ser promovida por un cristiano en una sociedad en la que haya tanto cristianos como no cristianos, incluso ateos.

Había escrito lo anterior (lleno de imprecisiones, suceptible de ser negado y de decir todo lo contrario: la propuesta cristiana es una locura, etc.) y hoy me manda un artículo de Zenit (29.03.06) mi hermano, en donde Benedicto XVI dice, refiriéndose a algunos principios cristianos para la vida pública:
Benedicto XVI siguió aclarando que «estos principios no son verdades de fe», pues «aunque queden iluminados y confirmados por fe; están inscritos en la naturaleza humana, y por lo tanto son comunes a toda la humanidad». «La acción de la Iglesia en su promoción no es por lo tanto de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, independientemente de su afiliación religiosa», afirmó.
Así quizás se entienda más. Sigo.
No suele verse así en nuestra sociedad. Se piensa que toda idea, si viene de un creyente, no puede “imponerse” a los demás. Pero es un error pensar que se impone. En realidad, se propone. Por los mismos medios que los demás lo hacen.
Y es un error no analizar la propuesta y ver su razonabilidad. Que por la fe se haya llegado a descubrir ciertas cosas, no quiere decir que las cosas no sean razonables, o sea entendibles y aceptables por cualquier persona sin violar su creencia o falta de creencia.
Los que no se han cansado pueden leer (es un poco largo) un fragmento de un artículo muy interesante de “arguments”:
Convicciones
La afirmación de que no cabe "imponer las propias convicciones a los demás" ha demostrado en el escenario español una peculiar contundencia argumental no exenta de algún que otro estrabismo. Cuando se habla de "convicciones" parece pensarse de inmediato en los creyentes (sobre todo en los católicos, que multiplican por veintisiete el porcentaje del resto de las confesiones). Ello encierra una doble tesis realmente sorprendente: los no creyentes serían ciudadanos sin convicciones; de ahí que se dé por hecho que no pueden imponerlas. Como consecuencia, precisamente por no estar convencidos de nada, su opinión debería ser decisiva a la hora de establecer un consenso democrático. Al margen de toda neutralidad, ese presunto cero en convicciones se sitúa a la derecha, multiplicando así el valor de sus propuestas.
Dentro ya de este simpático juego, no faltará una auténtica caza de brujas contra todo aquel del que quepa sospechar que está más convencido de la cuenta. Se atenta así a la laicidad, dando por hecho que sus opiniones no son sino el trasunto de los dictados de una jerarquía eclesiástica de la que, al parecer, estaría prisionero. Estas actitudes inquisitoriales convierten en la práctica en papel mojado el mandato del artículo 16.2 CE: "Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias".
Tal intento de convertir a los creyentes en ciudadanos de segunda categoría no dejaría de ser una curiosa anécdota, si no fuera porque parece acabar siendo interiorizado por sus presuntas víctimas. Aunque suele atribuirse a propósitos laicistas de determinados ambientes políticos y culturales dicha situación, pienso que ésta se alimenta sobre todo de un laicismo autoasumido. No son pocos en España los católicos que parecen convencidos de que llevar al ámbito público planteamientos acordes con sus propias convicciones equivaldría a pretender imponerlas a los demás; el resultado no puede resultar más pintoresco: acaban dejando que sean las de los demás las que se impongan en el ámbito público, e incluso colaboran explícitamente a que así ocurra. (...)

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