Una de las ventajas de mi nuevo trabajo es tener una
biblioteca adentro. Dista algo de ser la de Alejandría, pero me permite
satisfacciones como la siguiente.
- Hola Pepe, ¿cómo estás? ¿Tenés el Miguel
Strogoff?...
Y al rato apareció Pepe, personalmente (un lujo,
gracias Pepe) con dos ediciones distintas. Me llevé la de Andrés Bello, aunque
dice “abreviada”, porque está mejor forrada (bien por la señora Sara) y
aguantará mejor los embates de la vida ordinaria.
“Miguel Strogoff”, de Julio Verne, es un recuerdo muy
preciado de la niñez que no tengo ahora conmigo. Así que “nostalgiaré” un poco.
Y sin miedo a que ya no me guste, porque no hace mucho leí “Cinco semanas en
globo” sin problemas de ese tipo.
¿Qué más se puede pedir hoy en día, si en el mismo
teléfono podés buscar palabras en el diccionario o desplegar mapas de Rusia?
Pero si esto hubiera existido antes, el Zar le hubiera mandado al Duque un
“Whatsapp” y chau, nunca hubiera existido Miguel Strogoff, el correo secreto
del Zar. Así que todo a su tiempo.
Cuando transcurre la historia, ni el Ferrocarril Transiberiano estaba. Y esa Irkutsk sería el mismísimo fin del mundo. Dice Verne que
se viajaba por Siberia, en verano, en carros llamados telegas. Y en invierno en
trineo. ¡Y manejate! Estaba el telégrafo, eso sí. Ocho mil quinientos treinta y
seis kilómetros de “el hilo que canta” (como decía en las historias de Lucky
Luke que los indios llamaban al telégrafo norteamericano, por el ruido que el
cable hacía con el viento).
En la Rusia europea había algunos trenes. Y estaban
los ríos también. En este momento estoy esperando con Miguel Strogoff un barco
que nos llevará por el Volga y el Kama (si no me equivoco) desde Nizhni Nóvgorod
hasta Perm. Y el resto veremos, ¡era trágica la historia del correo del zar! Y
quiero releerla antes de recomendársela a F.
Antes de seguir, me voy con la “street view” del
Google Earth y me paro en uno de los puentes de Nizhni Nóvgorod sobre el río
Oká. Realmente fantástico y fantásticamente real.