(¿Será bueno el libro? En las primeras páginas parecen ya adivinarse las fuentes donde bebía Melville…)
Una tarde de calor entré en una librería con un bono de regalo suculento y empecé a pasear por todas las estanterías con una mirada intelecto-impúdica. El que creo que era el dueño de la librería me vio en un pasillo muy angosto y, con palabras que daban a entender que era para mi favor, aunque más parecía preocuparse por un hurto, me pidió la mochila. No me gustó la forma, así que ensayé, aunque ya entregado (no hubiera querido que piense mal de mí), una especie de descargo de dignidad ofendida mediante la pregunta “¿Dónde va a estar? Porque tengo una notebook adentro”. Digamos que puede haber sonado algo así como: “¿Vos desconfías de mí? Yo de tu guarda”. Pero eso no me importó.
(Fue en esta recorrida donde compré el libro. Yo estaba leyendo Melville; la primera parte de este año fue muy Melville. Entonces cuando ví “Hawthorne” no pude resistirme. Pero estoy apenas-apenitas empezando el libro y en momentos como este muchas veces escribo algo mientras tomo clima y ritmo).
Llegué finalmente al mostrador (dónde no estaba el dueño; creo que él atiende uno de atrás especializado en chicos) y deposité mi Hawthorne y muchos otros para hacer cuentas y selección final. “Voy a pagar con un bono de regalo de tantos pesos”, dije, como diciendo “para que veas la plata que voy a gastar”. Aún me sentía levemente ofendido.
Pero pude darme un gusto más. Hechas las cuentas y la selección de libros llegó el momento de pagar y entonces dije con satisfacción: “el bono está en la mochila que dejaron acá”, tratando de que se escuche lo que en realidad yo pensaba: “para poder pagar necesito que me devuelvan la mochila que me pidieron”. La cara sería de la vendedora fue una buena despedida para mí…