Los espejos de agua “artificiales” tienen como un qué sé yo, ¡no es lo mismo! Pero no es que lo tengan ellos, en realidad, es uno el que lo tiene. Listo para admirarse de la belleza natural, se decepciona uno de saberlo no natural. El agua es agua. La orilla, orilla. Pero es un embalse. ¡Ah…!
Claro que uno no se lo podría decir en la cara al paisaje. Sería ofensivo. ¡Con lo lindo que se ve!
Tengo ganas de ver esa orilla de Casa de Piedra al atardecer. Sé que no voy a poder pensar que el pincel divino está allí trabajando solo, o por ejemplo evocar a ancestros que descansaban allí mismo, en definitiva sé que algo de la emoción se va a empañar…
No solo hacia atrás, también hacia delante las cosas no son iguales. Porque aunque lo natural sea frágil, lo modificado lo parece aún más…
“Siempre que salía de la Universidad, generalmente -sobre todo al volve a su casa- había de sucederle, puede que le ocurriera cien veces, quedarse parado precisamente en aquel mismo sitio, contemplando con toda atención aquel panorama, verdaderamente espléndido, y casi siempre había de maravillarse de una impresión suya, vaga e inahuyentable. Una frialdad inexplicable infundíale siempre aquel magnífico panorama; un alma muda y sorda animaba para él aquel vistoso cuadro… Admirábase siempre de su antipática y enigmática impresión, y aplazaba, por no fiar de sí mismo, el explicársela para un futuro remoto”.
Crimen y castigo, Fiódor Dostoievski (edición de Biblioteca La Nación, 2001)
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