Sin saber lo que hacía me estaba poniendo a leer otro libro de caballería. Siempre había querido leer “Ivanhoe” y la verdad es que lo disfruté casi tanto como “Quentin Durward” (el primero de Walter Scott que había leído, hace ya unos años).
Si “primero los clásicos” es un precepto, “a cada libro le llega su momento” es una ley de la vida que no deja de reconfortarnos y hacernos ver que no todo es nuestra voluntad a la hora de cumplir los preceptos.
Y no es que yo considere a “Ivanhoe” especialmente un “clásico” (u obra de referencia, u obra maestra, o lo que sea; porque eso es lo que decimos cuando decimos vulgarmente un clásico) pero estaba en cierta lista, que aspiraba a completar, de famosos de lectura ágil, y ya lo había empezado una o dos veces hace tiempo sin éxito. Y si a esto sumamos que recientemente leí el Quijote, la “ley de la vida” antedicha no deja de asombrarme con todo su poder.
Creo que en los colegios ya no deben listar “Ivanhoe” (o alguno de Walter Scott) en sus catálogos de planes de lectura para alumnos. No sé si tanto por el tipo de héroe (porque a su modo, la gente sigue gustando de los héroes) como por el lenguaje anticuado y también por cierta susceptibilidad a leer cómo se hablaba en ese entonces de las mujeres, los judíos o quien sea. Pero no se lleven una mala impresión los que no conocen la historia y leen esto, pues Walter Scott hace quedar muy bien a esos y otros grupos humanos.
Para mí, leer “Ivanhoe” fue volver a encontrarme con eso de lo que conocí por primera vez leyendo la Canción de Rolando. La definición de un juicio mediante el recurso al duelo. (¡Y en qué forma! Es muy emocionante cómo Scott traza ese final. “Pide un campeón”. Aún resuena esa frase en mis oídos. No voy a decir más).
En un principio, hombre de estas épocas, tendemos a pensar que el recurso puede resultar, por una especie de azar al que estaría apelando, algo injusto. Que se aleja de la búsqueda de la verdad que un juicio debería tener. Pero si uno se atiene a cómo se manejaban los juicios, los testimonios y otras cosas de esa época (tan distinto también a hoy en día), es realmente notable que se diera lugar a esta opción.
Llego a pensar que en este “sistema”, de alguna forma, la verdad se toma lugar para aparecer. Porque incluso lo que hoy llamaríamos “el peor de los casos” (la muerte de un inocente, por ejemplo), podría ser mejor destino para dicha persona (y para sus circunstantes) que una vida de sufrimientos o malas acciones. ¿Este sistema tiene algo de “poner las cosas en manos de Dios”, aunque parezca ponerla en mano de los hombres?
No estoy plenamente seguro de esto que digo, pero quisiera dejar abierto el tema para seguir pensándolo. Aunque ahora quizás me aleje por unos días de la caballería…
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