martes, 21 de enero de 2020

Del tiempo y otras cosas con Manuel Castilla (II)

(Septiembre 2018. Advertencia: en esta parte van largos divagues personales de dudosa calidad y poco de Castilla)

La vida es corta, dicen. Se referirán a que pasa rápido. Porque nunca escuché a ningún anciano pidiendo más tiempo para hacer más cosas. Parece haber suficiente tiempo. Mucho tiempo. Al menos para poder hacer lo necesario. Más que llenarlo con actividades hay que dejarlo tranquilo.

El tiempo es inmanejable y a cualquier cosa o actividad que se encargue de administrarlo o, aparentemente, manejarlo, hay que tomarla como una necesidad más, casi una necesidad básica pero justamente por eso no tomarla como lo más importante de la vida. Dormir, comer, o descartar lo excedente, son actividades inevitables, pero no por eso sublimes, sino todo lo contrario. Casi ese mismo lugar deben ocupar toda las actividades que manipulan, organizan, acomodan el tiempo.
Los procesos, los horarios, los protocolos, están muy bien. Pero más importantes son la reflexión, la contemplación, la religión, la fe.
Hoy es común que se valore la importancia de un buen sueño, de un buena comida, etcétera.
Percibamos qué importancia se les da a estas necesidades básicas, a las cosas que no son sino los medios para lograr otra mayores. Pero veamos qué poco se comenta la importancia de las cosas mayores, las necesidades del espíritu.
Queremos estar bien físicamente solamente para no morir, nunca para reflexionar sobre la muerte. Queremos estar bien para no sufrir y eso no está mal. Pero si escapamos del sufrimiento a cualquier precio quizás nos perdamos las oportunidades de entender la vida y dar a las cosas su verdadera importancia.

El tiempo es más fuerte que nosotros. Es claro que se necesita fe, se necesita creer en un sentido de las cosas para poder entregarse al tiempo.

“[Al tiempo] Se le veía sólo mirando largo un mismo punto, que podía ser el tronco del arrayán. Era oscuro su cuerpo y tenue. La luz, como una mano de oro, lo iba retirando de la madera. Y él cedía su lugar, callado, casi solícito. Después ya todo su sitio estaba iluminado. Y había que bajar los ojos al suelo por donde también comenzaba su retirada, entre hojarasca quebradiza y perros que la pisaban a trechos. Así, hasta que se iba lejos, más allá de los cercos y desaparecía. Entonces venía la noche. pero algo del tiempo había quedado en los rincones y en la cisterna. y uno volvía a notar su presencia, sus ruidos”.

Nos quedamos charlando en el living mientras la luz del día se iba apagando. Hay un enorme ventanal. Fue como cuando uno se queda en la playa, en un jardín, una quinta o en el campo. Es una linda sensación la de sentir el atardecer. ¿Será como una buena muerte, como una muerte en paz?

(Continuará)

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