lunes, 20 de noviembre de 2023

Teilhard (5)

Teilhard de Chardin fue un místico y no haber sido tomado como tal es lo que indujo a tantos errores en su crítica. Eso y haber querido simplificar sus pensamientos, leyendo solo una parte de los mismos o pretendiendo que fueran el tipo de texto que no son. Porque lo que hay que hacer con Teilhard es tomarlo como pionero en un campo único, en dónde las palabras clásicas no bastan. Pero un pionero que estuvo siempre del lado de la Iglesia y habló como quien lo hace entre amigos, entre quienes espera que lo ayuden a ir al punto a través de las inexactitudes de la expresión. Porque no daba cátedra. Lo suyo era más parecido a compartir un camino espiritual.

Es eso lo que entiendo que dice Henri de Lubac, entre otras cosas, en “El pensamiento religioso de Teilhard de Chardin” del año 1962. Un estudio que me supera ampliamente pero que se ve de una solidez y una completitud únicas. Que deja como juego de niños las objeciones “simplificadas” que hayamos podido leer de Meinvielle o Castellani. Estas últimas sólo sirven como resumen para evitar confusiones (porque así como los críticos de Teilhard las tuvieron, nosotros también, no siendo teólogos, podemos tenerlas).

Lo interesante es que además de ser tan teológico, este libro permite ver también a la persona de Teilhard de Chardin detrás (no tanto como en sus cartas, mencionadas en “Teilhard (4)”, pero si todo lo que pareciera permitir un libro de este tipo). Y es didáctico. Dentro de lo pesado que puede resultar para un ignorante de ciertas materias, y aun sin comprender en profundidad todo, se pueden sacar conclusiones a la que adscribir (a veces "viéndola clara", a veces solo por un razonamiento lógico, si se me permite esta expresión que parece contradictoria).

Para cerrar nada mejor que esta plegaria de Teilhard de Chardin:
“[Dios mío] Haz que tras haber descubierto la alegría de utilizar todo crecimiento para hacerte o dejarte crecer en mí, acceda tranquilo a esta última fase de la comunión, en el curso de la que te poseeré, disminuyéndome en Ti.

(...) Haz, llegada mi hora, que te reconozca bajo las especies de cada fuerza, extraña o enemiga, que parezca querer destruirme o suplantarme. Cuando sobre mi cuerpo (y aún más sobre mi espíritu) empiece a señalarse el desgaste de la edad; cuando caiga sobre mí desde fuera, o nazca en mí por dentro, el mal que me empequeñece o nos lleva; en el momento doloroso en que me dé cuenta, repentinamente, de que estoy enfermo y me hago viejo; sobre todo en ese momento en que siento que escapo de mí mismo y soy pasivo en manos de las grandes fuerzas desconocidas que me han formado, Señor, en todas estas horas sombrías hazme comprender que eres Tú (y sea mi fe lo bastante grande) el que dolorosamente separa las fibras de mi ser para penetrar hasta la médula de mi sustancia y llevarme en Ti.

Sí, cuando más se incrusta el mal en el fondo de mi carne y es incurable, es más a Ti a quien cobijo, como un principio amante, activo, de depuración y de liberación. Cuanto más se abre ante mí el futuro como una grieta vertiginosa o un oscuro paso, más confianza puedo tener, si me aventuro sobre tu palabra, de perderme o abismarme en Ti, de ser, Jesús, asimilado por tu Cuerpo.

Energía de mi Señor, Fuerza irresistible y viviente, puesto que de nosotros dos Tú eres infinitamente el más fuerte, a Ti compete el don de quemarme en la unión que ha de fundimos juntos. Dame todavía algo más precioso que la gracia por la que todos los fieles te ruegan. No basta con que muera comulgando. Enséñame a comulgar muriendo”.

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