A mí se me hace que la historia (de amores, mentiras, intrigas, muertes) no es más que una más. Lo que me gustaron fueron las descripciones campestres de Hugo Wast. A continuación quizás no estén las mejores, pero sí las que yo marqué.
El conjunto de la grácil persona era misterioso y triste. Esos indios descendientes de los bravos y bellos araucanos que vencieron a los españoles en el antiguo reino de Chile, tienen todos una fisonomía sellada por la melancolía de una raza que ha reinado, ha decaído y se extingue irremediablemente.
Se limitó a pedirle una baraja y dos copas de caña calchaquí, cierto licor que traían en vasijas de barro desde muchas leguas al norte, y que ponía llamas en cada gota de la sangre.
¡Vaya, pues! ¡Qué fiesta para el paisanaje de la región! Hasta de Mendoza vendrían a bailar y chupar. Y, por cierto, mientras durase el jolgorio habría tregua entre la policía y los bienaventurados perseguidos por ella, pues era vieja costumbre allí, que nunca un comisario aprovechase un baile para capturar a un bandido. Habría sido condenarse él mismo a muerte, porque todos los invitados hubieran hecho causa común y libertado al preso a tiros y puñaladas.
Pizarra notó que Tancredo y Aguilar se quedaban mirando a aquel oficial que no tardó en desaparecer en las vueltas del camino, y que los dos se sonrieron.
Pizarra se les acercó y les dijo:
- ¿Les ha caído en gracia el mozo?
- Que lo parta un rayo -respondió Tancredo-. No me ha dado ni un medio por lo que le he servido.
La cocina era un cuarto de piedra, espacioso, como para que veinte hombres se acomodaran alrededor del fuego que ardía en el suelo mismo.
Tancredo removió los tizones, sopló hasta que se levantó una alegre llama, puso agua a calentar y limpió y llenó el mate, con yerba nueva para tomar unos cuantos cimarrones antes que nadie.
Indio de edad mediana, bajo y fornido. En el atezado rostro, sin asomo de barba, hondas arrugas denunciaban su edad. Pero cuando hablaba, el brillo salvaje de sus ojos y la blancura de sus dientes le rejuvenecían.
Doña Margarita no faltaba nunca a esa hora, detrás del mostrador, porque era el momento en que su cajón se llenaba de plata boliviana, aquella plata que solo tenía dos tercios de metal puro, y que por eso desalojó las buenas piezas acuñadas en Córdoba y La Rioja, y fue durante muchos años la única moneda de la Confederación Argentina.
Cuando una porción del costillar de un buey que se asaba sobre una tosca parrilla estaba a punto, la cortaban y comían con esa rara pulcritud de los gauchos, que aunque tironeen la carne con los dedos y la corten a flor de los labios, no se precipitan ni se ensucian, y mascan pausadamente, como hombres sin prisa.
El capataz habló así y el rostro de Quilpara se nubló como el cielo cuando el viento sopla de la cordillera.
- Pues cuento el caso y es verdad -referió Canuto, palmeando al loco sobre las espaldas para desenojarlo- (…)
[En un asentamiento casi aldea fronterizo de montaña]
La guerra no se presentaba a sus imaginaciones como un espectro flaco y sangriento, más bien una buena vaca lechera, de la que se abastecerían abundantemente, si sabían acercarse a sus ubres y esquivar sus cuernos y sus coces.
Así pensaban los viejos. Para los jóvenes la guerra era la esperanza de ver tierras nuevas, de recibir un caballo y una silla y un fusil y de ser pagados por el gobierno, y de participar en maravillosas aventuras, batiéndose por la patria, sin temor de que la policía les averiguara cuantos centímetros de hierro o cuantas onzas de plomo le habían metido en el cuerpo al adversario.
Y para las muchachas, aquello significaba la ilusión de muchos bailes, de alguna serenata en las noches tranquilas, y del novio soñado, que podía ser algún soldado y hasta algún oficial.
-¿Cómo está la luna para capar yeguarizos?
(…) Ninguno se apresuró a contestar. Los paisanos son hombres de pocas palabras y menos consejos. Sin embargo, todos sabían que el tiempo era oportuno para castrar y no muy frío.
Si el camino de su pensamiento en las tenebrosas veladas fuera una cinta, podría envolver diez veces el mundo; más tal vez: podría llegar hasta las estrellas. ¡Tanto cavilaba!
- ¡Va a haber hierra! ¿Qué tal sos para el lazo, Tancredo?
- Soy mejor para el cuchillo -respondió taloneando su mula despeada, que a duras penas se aproximaba a la del capataz.
- ¡Cierto! -confirmó Aguilar. Tancredo maneja bien el fierro cuando le ponen un asado por delante.
- Eso pensé decir -agregó humildemente el loco.
[Aprontándose para la capada]
- (…) Voy a quitarle a este viejo engreído las facultades extraordinarias.
[Después de la capada]
- Aura márquenlo y cerdéenlo. Aura estás como el tirano Rozas (sic), después de la batalla de Caseros, con rabia, pero sin facultades.
¡Cuánto no habría dado Soler para saber enlazar siquiera de las patas, aunque hacía más de veinte años que se ensayaba en sus gallinas y en los perros dormidos al sol! Pero el lazo es un don misterioso, que conceden las hadas del campo a los criollitos en la cuna.
Cuando la joven araucana volvió en sí, halló a la patroncita junto a su catre y le sonrió sin rencor. A la orilla de ese oscuro abismo de la muerte, en los corazones nobles, se borran las pequeñas pasiones de la vida como los dibujos de un niño en la arena del mar.
-¿Qué puede interesarle a un hombre que recién me conoce, saber quién haya sido mi novio antes de Aguilar?
Comprendió Moscoso que más valía seguir la corriente del misterioso río de aquella vida, que intentar remontarla, y echó a buena parte la réplica.
- ¡Así es, mi capitana! Perdone mi necia curiosidad. Y ya que no es posible saberlo todo, me contentaré con que me diga quién va a ser su novio… después de Aguilar.
- Eso no lo sabe sino Dios, porque solamente Él adivina lo que no existe…