Quizás sea la edad, propensa a la nostalgia, la que convoque a los recuerdos de livings llenos de familia. Quizás sea que ahora tenemos el living propio, o una especie de living-comedor grande donde podemos estar todos y hacer las cosas más variadas. Sea eso o lo que sea, mientras intento leer “Los Invictos” de Faulkner, con esa redacción particular y esas palabras que ni en el original inglés que verifico en Internet se pueden comprender (te libero de responsabilidad, entonces, traductor), mientras intento “Los Invictos”, decía (y ya me hice una oración larga como las del libro) me encuentro con una escena de un ambiente familiar de una casa:
“No tardamos mucho tiempo en comer. Papá ya había comido a primera hora de la tarde; además, lo que esperábamos Ringo y yo era aquello: esperábamos la hora de los músculos relajados y las tripas llenas tras la cena, la conversación. (…)
Ringo me esperaba en el pasillo; esperamos hasta que Papá estuvo instalado en su sillón,en el cuarto que los negros y él llamaban su despacho; Papá, porque allí estaba su escritorio, donde llevaba las cuentas de la semilla de algodón y el trigo y en aquella habitación se quitaba las botas embarradas y se sentaba en calcetines mientras las botas se secaban a la lumbre; allí podían entrar y salir los perros impunemente a tenderse en la alfombra ante el fuego, o incluso dormir allí en las noches frías; no sé si Mamá, que murió cuando nací yo, autorizó estas cosas antes de morir, y la Abuela las mantuvo más tarde al morir Mamá, o fue al misma Abuela quien dio la autorización; y los negros lo llamaban despacho porque era allí donde los hacían ir a presentarse ante el patrullero (sentado en una de las sillas duras de respaldo recto, y fumándose además uno de los puros de Papá, pero con el sombrero quitado) y jurar que no era posible que hubieran sido ellos ni que hubieran estado donde él (el Patrullero) decía que habían estado; y que la Abuela llamaba la biblioteca porque había un estante de libros que contenía un Littleton de Coke, un Flavio Josefo, un Corán, un volumen del Mississippi Report de 1948, un Jeremy Taylor, las Máximas de Napoleón, un tratado de astrología de 1098 páginas, una Historia de los Hombres Lobo en Inglaterra, Irlanda y Escocia, con un apéndice sobre el país de Gales, por el reverendo Ptolemy Thorndyke, Maestro en artes por la Universidad de Edimburgo, de la Sociedad Real de Estadística de Escocia, las obras completas de Walter Scott, las obras completas de Fenimore Cooper, y la también las obras completas de Dumas en rústica, faltas del volumen que Papá perdió de su bolsillo en Manassas (al batirse en retirada, dijo él).
Así que Ringo y yo volvimos a quedarnos agachados y esperamos en silencio mientras la Abuela cosía junto a la lámpara de la mesa y Papá estaba sentado en el sillón de siempre en el lugar de siempre, con las botas embarradas cruzadas y apoyadas en las huellas de los talones de siempre junto a la chimenea fría y vacía, mascando el tabaco que le había prestado Joby”.
Y entonces me acuerdo del barco-casa del sr. Pegotty, del “David Copperfield” de Dickens que conocí cuando tenía cuarenta años pero recuerdo como un recuerdo de niñez (tan entrañable se me hizo ese libro). Y lo busco, entonces. Y lo releo. En voz alta para los que lo quieran escuchar. Aunque sé que no les sonará como a mí…
“Por dentro estaba extraordinariamente limpio: tan aseado como era posible. Había allí una mesa, un reloj holandés y una cómoda y sobre esta una bandeja para el té, con una pintura que representaba a una señora con una sombrilla, paseando con un niño vestido de militar que empujaba un aro. La bandeja se sostenía contra la pared gracias a una Biblia: si se hubiera caído, hubiese roto un gran número de tazas, platillos y una tetera amontonados alrededor del libro. En las paredes había algunas pinturas vulgares, con marco y cristal, sobre temas de la Escritura: no he podido ver más tarde tales cuadros en manos de buhoneros sin volver a ver al mismo tiempo todo el interior de la casa del hermano de Pegotty. Las pinturas más notables eran las de Abraham, de rojo, disponiéndose a sacrificar a Isaac, de azul, y Daniel, de amarillo, arrojado en una jaula leones verdes. Encima de la repisa de la pequeña chimenea había un cuadro del buque Sarah-Jane, construdo en Sunderland, con una pequeña popa de madera de verdad pegada encima: obra de arte que combinaba la pintura con la carpintería y que yo consideré una de las posesiones más envidiables que el mundo pudiera ofrecer. Había algunos ganchos en las vigas del techo, cuya finalidad no adiviné entonces, y algunos cofres, cajones y útiles del mismo material que servían como asientos y completaban las sillas. (…)
Después del té, cuando se cerró la puerta y todo estuvo bien abrigado -pues las noches eran ya frías y brumosas-, aquel me pareció el refugio más delicioso que la imaginación del hombre hubiera podido concebir. Oír el viento levantándose sobre el mar, saber que la niebla avanzaba sobre la llanura desolada del exterior, mirar el fuego y pensar que no había ninguna casa cercana a la nuestra y que esta era una barca, parecía un encantamiento. La pequeña Emilia había superado su timidez y estaba sentada a mi lado sobre el menor y más bajo de los cajones, que era suficientemente grande para nosotros dos y se encontraba justamente en el rincón de la chimenea. La señora Pegotty, con su delantal blanco, hacía punto al otro lado del fuego. Pegotty con su labor parecía tan poco extraña en la casa como si la catedral de San Pablo [NOTA: es la pintura en su caja de labores] y el cabo de vela nunca hubieran conocido otro techo. Ham, que acababa de darme mi primera lección de cartas, intentaba recordar un sistema para decir buenaventura con las cartas manchadas e iba imprimiendo la huella pringosa de su pulgar en todas las que volvía. El señor Pegotty fumaba su pipa. Me pareció que era la hora de la conversación y de las confidencias”.