Siempre fui un admirador del dúo que hacían Luna Monti y Juan Quintero. Aún hoy, mientras escribo esto, sufro la pena de que se haya perdido ese dúo. Lo recuerdo una vez más cuando veo a Juan Falú con Jorge Marziali cantar “Este Manuel que yo canto”. Entonces pongo la versión de ellos, una de sus primeras grabaciones. La voz de Luna en sí nunca fue de las que más me gustaban, pero en esta zamba va perfecta y transmite un gran sentimiento.
Recuerdo entonces que tengo un libro sin conocer. Un libro de Manuel Castilla. "De solo estar". Lo heredé cuando se desarmó la biblioteca de mi abuela materna. Y tiene una dedicatoria del mismo Castilla para mi abuelo y mi abuela. Agosto 1º / 64, Salta. Lo empiezo a leer...
“El tiempo, de existir, era lento como una miel dorada.
Se lo notaba a ratos en esa casa añosa, sobre la siesta, cuando en la huerta del fondo, en medio del gran silencio, entre el leve crepitar de los insectos de los yuyarales y el zumbido insistido de los huancoiros junto a las viejas vigas del techo, caía con un ruido sordo, como un golpe de barro, algún durazno maduro.
Parecía caer sobre uno mismo o sobre el mismo corazón de la tierra. Entonces uno sabía que el tiempo vivía aunque fuera por un instante. Ese golpe seco era signo de su vida y de su muerte, también”.
Yo nunca escuché caer un fruto maduro hasta que tuve cuarenta y pico de años y escuché una palta de nuestro jardín. Esas paltas son realmente grandes. No tuve, lamentablemente, los pensamientos que tuvo Castilla. En ese momento solo pensé que alguien había tirado una bolsa de basura por encima de la medianera. ¡Ah, porteño!
(Continuará)