Era la primera vez que veía a esa familia en la iglesia. De los tres chicos rubios, el del medio era bien distinto. Sin llegar a ser feo, tenía un rostro extraño. Y creo yo que se debía algún problema, porque alcancé a ver un dedo pulgar también extraño en una de sus manos. Pero no despertaba lástima, porque tenía una actitud vital. Era a la vez serio y, si se puede decir de un niño de esa edad (unos seis o siete años) parecía seguro de sí mismo.
Cuando la madre lo nombró me llevé una impresión fuerte. “Vení, Héctor”, me pareció escuchar. La sorpresa puede deberse en parte a que ese no es un nombre común para un niño. Pero ese nombre tan imponente (lo es para mí después de haber leído a Chesterton hablar del troyano Héctor) me hizo resaltar aún más su figura. Y me sentí como un Simeón, dispuesto a profetizar grandes cosas para ese niño. Era como si ese aspecto único, junto a ese nombre imponente, indicará un destino especial.
Mientras el hermano mayor estaba afuera y el menor estaba en brazos de su padre, Héctor se apoyó en una de las columnas y se asomó a la nave central, para contemplar el altar, o al cura, por un buen rato. Al reto pasó a mirar hacia arriba. La estructura del edificio quizás, las ventanas, los techos abovedados. Cuando parecía cansado de estar parado (estaba ya moviendo levemente las piernas o brazos), se sentó. Allí mismo. No quiso dejar de ver todo lo que de allí se podía. El padre que, como yo, estaba en la nave lateral, no juzgo el lugar apropiado, y le indicó y ayudó a que vuelva contra la pared. Yo pensé: “No lo saque a Héctor de allí, quien sabe en su interior está germinando alguna vocación única”.
Cuando la madre lo nombró me llevé una impresión fuerte. “Vení, Héctor”, me pareció escuchar. La sorpresa puede deberse en parte a que ese no es un nombre común para un niño. Pero ese nombre tan imponente (lo es para mí después de haber leído a Chesterton hablar del troyano Héctor) me hizo resaltar aún más su figura. Y me sentí como un Simeón, dispuesto a profetizar grandes cosas para ese niño. Era como si ese aspecto único, junto a ese nombre imponente, indicará un destino especial.
Mientras el hermano mayor estaba afuera y el menor estaba en brazos de su padre, Héctor se apoyó en una de las columnas y se asomó a la nave central, para contemplar el altar, o al cura, por un buen rato. Al reto pasó a mirar hacia arriba. La estructura del edificio quizás, las ventanas, los techos abovedados. Cuando parecía cansado de estar parado (estaba ya moviendo levemente las piernas o brazos), se sentó. Allí mismo. No quiso dejar de ver todo lo que de allí se podía. El padre que, como yo, estaba en la nave lateral, no juzgo el lugar apropiado, y le indicó y ayudó a que vuelva contra la pared. Yo pensé: “No lo saque a Héctor de allí, quien sabe en su interior está germinando alguna vocación única”.