Si Peter Stillman trazaba letras con sus recorridos callejeros de Nueva York, y Daniel Quinn las “leía”, ¿por qué no podía estar haciéndolo el mismo Paul Auster, el verdadero, el creador de los personajes, a través de la persona de Quinn, para que lo leamos nosotros? Por eso agarré el capítulo 11 de la novela en cuestión, "Ciudad de cristal", y empecé a volcar el recorrido ahí mencionado sobre un mapa de Nueva York. Pero no, no encontré nada.
Quizás no lo hice bien. Quizás haya otro simbolismo. Algo con los nombres de las calles o de las zonas visitadas. ¿O ese recorrido tan extenso fue hecho solo para el placer del autor y algunos lectores, una especie de registro de una flannerie que podrían disfrutar exclusivamente los amantes de Nueva York?
Como sea, me fue mejor de lo que esperaba con este libro. Y hay que destacarlo, porque yo siempre me llevé mejor con los muertos que con los vivos. Los primeros llenan la mayor parte de la biblioteca de casa y mi última experiencia con un autor vivo resultó en que abandoné el libro antes de la mitad.
Pero este tiene sus cositas. Las disquisiciones sobre el concepto de destino (“Era algo parecido a la palabra ‘it’ en la frase ‘it is raining’…”), las ideas “locas” sobre el nuevo idioma y la salvación por el lenguaje, el juego de palabras con “Private eye” (“Eye” en cacofonía con “I”), algunas ideas algo rebuscadas sobre el Don Quijote, etc. Todo eso va condimentando los ingredientes típicos de un bestseller y hace que al final te quede la idea de que fue algo más, por poco que sea, que eso tan despreciable que llaman un “libro entretenido”.
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