(Septiembre 2018)
“(...) Ni una hoja moviéndose en el viento. Todo yacía dentro de un silencio casi doloroso. Era entonces cuando se sentía crecer la caña. Un ruido pequeño, como caminar de langostas, trepaba el cañaveral. Como si la envoltura de los tallos se desperezara levemente y la savia empujara con millones de minúsculos dedos hacia la luz restallante de la siesta”.
“(...) Ni una hoja moviéndose en el viento. Todo yacía dentro de un silencio casi doloroso. Era entonces cuando se sentía crecer la caña. Un ruido pequeño, como caminar de langostas, trepaba el cañaveral. Como si la envoltura de los tallos se desperezara levemente y la savia empujara con millones de minúsculos dedos hacia la luz restallante de la siesta”.
Hace unos días vi la savia de la parra gotear por una ramita partida. La ramita estaba partida desde hacía uno o dos días, pero se ve que no había cicatrizado (si es que hace algo así). Y en plena aparición de los brotes se ve que la planta mandaba savia a todos sus extremos y por ese se perdía mucha. Era como un caño pinchado (¡ah, porteño!). Era como la sangre que se iba.
“El hachero volvía a quedar solo. Solo, solita su alma como ahora. Él y el monte. El monte era como su corazón. Pasaban los días y ni se daba cuenta de su existencia, pero ocasiones lo sentía atropellar, llenarse de ruidos, de pequeños rumores, respirar”.
Esa lluvia tenía las propiedades del viento. Solo veía su acción en otras cosas. No la veía, no la sentía, solo la escuchaba en las hojas secas.
Después de unos minutos agarré el rastrillo. El gato, que seguía echado, si pensara como nosotros hubiera pensado: "otra vez este hombre, en vez de disfrutar como yo, se pone a trabajar y hacer ruido". Por un momento pensé si no sería verdad que los hombres perdimos alguna sabiduría contemplativa que los animales aún tienen y nos empeñamos en el trabajo en vez del ocio. Pero en seguida recordé a las hormigas o las abejas y me di cuenta de que así como los hombres, hay animales más activos y animales más pachorros. Seguí barriendo y pensé entonces aquello de que el trabajo es la característica del hombre. Y que así como alguien decía que en vez de animal racional había que llamarnos animal sentimental, otra posibilidad era llamarnos animal trabajador.
No soy un tipo definidamente laborioso ni definidamente ocioso. No tengo nada en lo que me destaco. Y eso siempre fue una preocupación. En este mundo tenés que ser el mejor negociante o el mejor artista. Y en un sentido está bien (ser el mejor en lo que haces en el sentido de hacerlo con amor y empeño). Pero no tener una característica definida hacia un tipo de actividad (o no actividad) también te ayuda a gozar de distintas cosas, cosas de ocio y cosas de trabajo.
“El monte le bailaba en la cabeza y en los ojos en la ya plena luz del amanecer. Y el canto de los pájaros como acequias sueltas, como si el cielo estuviera quebrando su inmenso vidrio sobre su cabeza” (Venía medio en curda el personaje).
No sé por qué eso me recuerda a una cosa de Juan L. Ortiz:
"La mañana quiere irse
con el río al horizonte
en una sonrisa de aguas,
pero la prenden al cielo,
a manera de alfileres,
melodiosos, los cantos
de los pájaros. Se queda
igual que una niña agreste
colgada por el encanto
absorta mirando el río".
“Estaría dele andar por los cañaverales, por el borde de las acequias regadoras. De caña en caña hubiera ido, de canuto en canuto morado que sus manos tocaron, acariciaron casi, antes de tajearlos con el machete. Las jornadas eran bravas, es cierto. El sol quemaba y uno tenía que andar sin asco. El día entero, todo él, era una inmensa bola azul y amarilla por donde había que trajinar fuerte. Las mujeres de los peones andaban terrosas de olla en olla, de fuego en fuego, de tizne en tizne, mientras tanto. Así la comida componía el cuerpo y la lengua se endulzaba con batatas asadas. Sí, el día era eso. Un inmenso y redondo río de miel y agua y cielo azul. Vibraba traslúcido alrededor de uno y uno lo padecía. Era una fuerza casi impalpable, hermosa y pesada a la vez. Y el cañaveral rodeándolo todo. La caña yéndose luz arriba y floreciendo en un leve penacho lila, cristalino casi.
Así eran los días zafreros. Los domingos, uno se quedaba horas sentado cerca de la pieza donde se dormía, pelando caña y mascándola. El día seguía igual, azul y oro, como una gran naranja girando, hasta que se apagaba”.
“Por el Chaco el tiempo casi no pasaba. Maduraba las cosas al sol”.
(Fin de la serie)
(Fin de la serie)
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