Moby Dick es un tratado. Es casi como un libro de Julio Verne, donde gran parte de la obra trata de cuestiones científicas. Conocía a Melville por su “Bartleby”. Me gusta como escribe. Es notable cómo sabe tantas cosas históricas y las usa para hacer descripciones comparativas. En eso es más rico que Verne, me parece.
La historia en sí, si prescindimos de todas esas cosas, es muy simple. No está mal pero es tan corta la aparición de Moby Dick que casi pienso que el libro debería llamarse “El Capitán Ahab”. O “El Capitan Ahab y Moby Dick” al menos.
Decía Eugenio D´Ors en un texto que leímos al inicio de año (el apartado era sobre Campoamor): "Campoamor plugo a aquellos días que se gozaban de Julio Verne. Sucedió después una generación que aprendió a leer a Julio Verne, saltando las descripciones científicas, y a Campoamor, saltando la lección de filosofía moral.
Como si prescindimos de estos elementos, poca cosa, realmente, puede quedarnos, pronto apareció otra generación, una promoción tercera, que dejó de leer al uno y al otro, en absoluto". Algo así parece que podría pasar con Moby Dick (si no pasó ya).
Sin recortes, mi edición de Moby Dick resultó ser desastrosa. Desastrosa en traducción y llena de errores de imprenta. Aún así fue una compañía agradable de tener entre manos.
Nantucket se me hizo una palabra familiar, un lugar de esos de los que pensás: “aunque nunca conozca España o Italia, me gustaría conocer este lugar”. Y la vida en el mar aumentó su aura misteriosa, su calidad para mí de mundo fantástico al que nunca accederé salvo que mi vida diera un vuelco rotundo.
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