Siempre me pasa eso con los libros de Chesterton: voy lento, por unos días los dejo, me cuesta, leo párrafos geniales de los que quisiera postear y al día siguiente de vuelta lento, descansar. Pero son sin duda esos libros que, como dicen, me llevaría a una isla desierta.
Porque, como ya dijimos hace tiempo, los buenos libros no se leen rápido sino que se leen lento. Porque queremos que no se acaben, queremos que duren para siempre.
Con Chesterton me pasa lo que él dice que pasa con Dickens (comparando a Dickens con otros autores populares de su época):
“El lector de una novela policíaca de Le Queux desea saber cómo termina; el lector de una novela de Dickens deseaba que no se terminara nunca. Las gentes pueden leer seis veces una historia de Dickens, porque se la saben casi de memoria. Si hay alguien capaz de leer seis veces una historia de Le Queux, será que es capaz de olvidarla otras tantas. En una palabra: si las novelas de Dickens eran populares se debía no a que constituyesen un mundo real, sino, al revés, la realidad misma: un mundo en que el alma puede vivir a sus anchas” (Charles Dickens, G. K. Chesterton)
Pues así me pasa con Chesterton.
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