Le robaba algún tiempo a un trabajo que ya no tenía futuro. Algunas de las primeras cosas se escribían en un galpón de Santos Lugares mientras el mundo real al lado mío comercializaba bebidas. Y como yo no tenía un lugar muy definido en el mundo real, esa era otra forma de ahí estar y de ahí no ser.
De inquietudes del pensamiento comenzó este blog que hoy cumple trece años. Los aniversarios son época de “metablog”, palabra que usaba Enrique García-Máiquez. Metablog, más allá del blog o, mejor dicho, cuando el blog habla sobre el blog. En vez de tocar un tema, hablar de qué es el blog, por qué uno lo escribe, por qué la gente lo escribe, etcétera.
Seguramente alguna vez lo dijimos, pero entre las varias razones por las que uno escribe un blog está la siguiente: un blog sirve para hablar de cosas que uno no puede hablar. ¿Resulta que uno es un poco loco, un poco niño o tiene gustos raros? Pues se monta un blog, como dicen en España, y allí “habla” con la gente que lo quiera escuchar. (Uno encuentra raros fácilmente en los blogs. Y raros lindos, raros buenos, eh, no se crean... Hemos conocido varios personalmente).
Por ejemplo, ¿con quién podría compartir yo mi interés actual por el jazz?
Para ir preparando el próximo aniversario del blog qué mejor que dejarles algo muy, muy bueno, argentino, más precisamente de la zona sur del conurbano o, como diría uno de ellos, de los “suburbios” (y si no nos equivocamos, de esa parte de los suburbios que en los mapas se llama Temperley, partido de Lomas de Zamora). Hablo como si los conociera pero lo cierto es que solo los he visto una vez. Les diría, sin embargo, que con esa sola vez casi basta no solo para comprobar la calidad de los artistas sino también la de las personas.
No quiero derivar muy lejos, pero fue un épico viaje a Monte Grande, también suburbios, también sur, pues allí se presentaban los artistas y la oportunidad parecía única. Vamos a decir, si me permite que lo nombre aquí, que fui con el legendario HJG quien, valientemente y sin saber en qué clase de persona me podría yo haber convertido en algunos años, aceptó no solo venir, sino que hasta Liniers se fue para hacer más fácil la travesía.
De repente llegamos muy temprano. De repente nos dicen que tenemos la primera mesa a lado del pequeñísimo escenario. De repente aparecen los artistas para probar sonido y la sensación es intensa, como cuando ves en la “vida real” a alguien que viste muchas veces por la pantalla. Una picada y una cerveza y de repente ya están tocando, y la cosa era que había conocidos, y nosotros ahí los extranjeros en la primer mesa. Bueno, ¡a pedir algo! Para no desentonar y poner buen clima. No sea que esos dos tipos raros de ahí adelante (nosotros, claro) enfríen todo. “¡Una huella!”, creo que me animé a pedir, porque había escuchado una muy linda pero no recordaba el nombre. Y por primera vez pido y me lo dan. Carlos Moscardini hace una explicación de lo que es la huella y junto con Julia Moscardini nos regalan la “Huella perdida”, una hermosa composición del mismo Carlos.
“Galopé sin rodada, dele buscarla,
y al caer dentro mío vine a encontrarla”
Una huella que nos hace acordar al autor santiagueño que dijo en chacarera aquello de “tanto correr pa’ llegar a ningún lado y estaba donde nací lo que buscaba por ahí”.
Esto más que “dejarles algo” se está haciendo un relato autocomplaciente de cuando fui a ver a estos músicos. Pero a la hora de ponernos a regalarles algo, ¿cómo empezar? Es que es muy difícil seleccionar entre tantas cosas hermosas. Carlos Moscardini es un eximio guitarrista argentino cuyo curriculum y obra son tan importantes como bajo es su perfil. Y Julia Moscardini es una cantante que canta tan bien como silenciosa es su presencia. Se dedica al jazz en su carrera particular, y no he escuchado mucho de eso aún, pero cuando pone su canto en las canciones de Carlos las deja superiores aún.
Carlos Moscardini además de tener composiciones de guitarra propias, hizo (seguramente entre otras cosas, claro) temas musicales con un poeta de campo llamado Francisco Lanusse, de quien no poseo datos y llamo poeta de campo porque así entendí que era, según contó el mismo Moscardini.
“Tengo el alma transida de infinito,
no hallo más ambición que andar callado”
Esos versos son de él y me gustan mucho. Y un video que sin duda puede mostrar todas estas cosas que vinimos diciendo y cautivarlos es la “Vidala del Lloradero”. Por eso lo elijo como regalo y lo dejo al pie de esta entrada. Según explicó Moscardini, la composición nace de la conteplación de un agua que caía, como una surgente espontánea en una montaña, que los lugareños llaman “lloradero”.
Sin otro preludio, sin más aprontes, vaya el video:
Se suele decir muchas veces “la ley del menor esfuerzo”. Con esta ley se ha producido una confusión notable. Me imagino que todo empezó cuando fue adoptada, con buena intención, por la causa de los padres de hijos fiacas, de los jefes de empleados remolones, etc. No quiero desmerecer esa loable causa, sino sólo hacer algunas aclaraciones para rescatar la riqueza de la frase y evitar confusiones prácticas en nuestra vida.
Veámoslo así. Ningún hijo ha dicho nunca a sus padres cuando estos compraron un electrodoméstico (un lavarropas, por ejemplo) o vieron que lo usaban: “Papá, mamá, ustedes siempre con la ley del menor esfuerzo”. Ningún capataz de obra ha regañado nunca a un obrero por subir un balde de cemento con una polea diciéndole: “Fulano, ¿cómo no lo subió por la escalera? ¡Ud. siempre con la ley del menor esfuerzo!”
Es claro. Porque es sinónimo de inteligencia, de practicidad, emplear el menor esfuerzo posible para realizar un trabajo. Incluso la naturaleza funciona así. El río que baja de la montaña no describe un trazado al azar, no busca saltar piedras montaña arriba para hacer ejercicio, sino que busca la bajada más rápida, más directa, y así se configura su recorrido.
Lo que sucede es que todo juicio del esfuerzo empleado está en relación con lo que se quiere lograr y la importancia que demos a ese objetivo. Nadie va a decir que el uso de la inteligencia para reducir el esfuerzo en trabajos pesados sea algo malo. Pero generalmente acusamos a las personas de emplear la “ley del menor esfuerzo” cuando no hacen algo más de lo que, creemos, deberían hacer.
Quizás podamos replantear eso. Cuando le decimos a alguien que está empleando “la ley del menor esfuerzo”, ¿qué es lo que queremos que logre? Si hablamos de eso con la persona puede ser que veamos que efectivamente tiene que esforzarse más, o puede ser que veamos que le estamos pidiendo algo que no es necesario.
Ahora vamos a una frase nueva que se está poniendo de moda. Cada vez más gente la oye en cursos, especialmente relacionados con el progreso laboral. Pero yo creo que pronto podrá convertirse en una frase de uso común. Hay que “salir de la zona de confort”, se dice. Se entiende (si no me equivoco) como que hay que hacer cosas nuevas, cosas distintas a las que estamos acostumbrados y nos salen con facilidad, y hacerlas aunque nos cueste un poco, para poder obtener como resultado un mayor progreso.
¡Un peligro para gente voluntariosa o con facilidad para el ascetismo! Con esta frase se corre el riesgo de desmerecer el valor del confort (interesante etimología para estudiar, la de esa palabra). Vendría muy a cuento ese relato del santiagueño que está descansando bajo un árbol cuando pasa el millonario con su auto y le dice: “¿Qué hace tirado ahí?” El santiagueño le responde que está descansando. Entonces el millonario le explica que puede ir a trabajar en algo. A lo que el santiagueño le responde “¿Para qué?” Y el millonario le explica: “Para tener dinero”. El santiagueño otra vez: “¿Para qué?” El millonario entonces empieza una serie de explicaciones a las que el otro siempre responde “¿Para qué?”. Por ejemplo: “Se compra unos animales”, “Trabaja con los animales”, “Vende los productos”, “Se compra una casa”. Hasta llegar a que hace un buen capital, tiene muchas comodidades y decide retirarse y poder descansar. Y entonces el santiagueño le dice: “¿Descansar? ¿Y qué se cree que estoy haciendo ahora?”
Llego a pensar si los que proponen salir de la zona de confort para obtener un progreso no subestiman a veces la ambición de la persona a la que le hablan. Hay gente a la que le gusta mucho hacer lo que hace y no resignaría ese confort que ya tiene por otro que le vendría de un progreso material. Como el panadero que disfruta amasando a las cinco de la mañana y jamás dejaría eso para tener una cadena internacional de panaderías.
El problema no es el confort, el problema es cuál es la ambición que tenemos. Si somos voluntariosos, evaluemos nuestra ambición antes de avanzar. No sea que nos pongamos en situaciones incómodas por cosas que realmente no nos interesan. Y estemos luchando toda la vida, incómodos, para poder tener muchos bienes que nos den recién al final de nuestras vidas una “zona de confort” que pudimos haber disfrutado antes de otra forma.
Nota 1: Todo lo dicho en esta entrada no intenta ser justificativo para mis fiacas.
Nota 2: Pero acá está calentito y estoy cómodo.
Nota 3: Olvidé usar la palabra procrastinación para dar más nivel a este texto.