Se suele decir muchas veces “la ley del menor esfuerzo”. Con esta ley se ha producido una confusión notable. Me imagino que todo empezó cuando fue adoptada, con buena intención, por la causa de los padres de hijos fiacas, de los jefes de empleados remolones, etc. No quiero desmerecer esa loable causa, sino sólo hacer algunas aclaraciones para rescatar la riqueza de la frase y evitar confusiones prácticas en nuestra vida.
Veámoslo así. Ningún hijo ha dicho nunca a sus padres cuando estos compraron un electrodoméstico (un lavarropas, por ejemplo) o vieron que lo usaban: “Papá, mamá, ustedes siempre con la ley del menor esfuerzo”. Ningún capataz de obra ha regañado nunca a un obrero por subir un balde de cemento con una polea diciéndole: “Fulano, ¿cómo no lo subió por la escalera? ¡Ud. siempre con la ley del menor esfuerzo!”
Es claro. Porque es sinónimo de inteligencia, de practicidad, emplear el menor esfuerzo posible para realizar un trabajo. Incluso la naturaleza funciona así. El río que baja de la montaña no describe un trazado al azar, no busca saltar piedras montaña arriba para hacer ejercicio, sino que busca la bajada más rápida, más directa, y así se configura su recorrido.
Lo que sucede es que todo juicio del esfuerzo empleado está en relación con lo que se quiere lograr y la importancia que demos a ese objetivo. Nadie va a decir que el uso de la inteligencia para reducir el esfuerzo en trabajos pesados sea algo malo. Pero generalmente acusamos a las personas de emplear la “ley del menor esfuerzo” cuando no hacen algo más de lo que, creemos, deberían hacer.
Quizás podamos replantear eso. Cuando le decimos a alguien que está empleando “la ley del menor esfuerzo”, ¿qué es lo que queremos que logre? Si hablamos de eso con la persona puede ser que veamos que efectivamente tiene que esforzarse más, o puede ser que veamos que le estamos pidiendo algo que no es necesario.
Ahora vamos a una frase nueva que se está poniendo de moda. Cada vez más gente la oye en cursos, especialmente relacionados con el progreso laboral. Pero yo creo que pronto podrá convertirse en una frase de uso común. Hay que “salir de la zona de confort”, se dice. Se entiende (si no me equivoco) como que hay que hacer cosas nuevas, cosas distintas a las que estamos acostumbrados y nos salen con facilidad, y hacerlas aunque nos cueste un poco, para poder obtener como resultado un mayor progreso.
¡Un peligro para gente voluntariosa o con facilidad para el ascetismo! Con esta frase se corre el riesgo de desmerecer el valor del confort (interesante etimología para estudiar, la de esa palabra). Vendría muy a cuento ese relato del santiagueño que está descansando bajo un árbol cuando pasa el millonario con su auto y le dice: “¿Qué hace tirado ahí?” El santiagueño le responde que está descansando. Entonces el millonario le explica que puede ir a trabajar en algo. A lo que el santiagueño le responde “¿Para qué?” Y el millonario le explica: “Para tener dinero”. El santiagueño otra vez: “¿Para qué?” El millonario entonces empieza una serie de explicaciones a las que el otro siempre responde “¿Para qué?”. Por ejemplo: “Se compra unos animales”, “Trabaja con los animales”, “Vende los productos”, “Se compra una casa”. Hasta llegar a que hace un buen capital, tiene muchas comodidades y decide retirarse y poder descansar. Y entonces el santiagueño le dice: “¿Descansar? ¿Y qué se cree que estoy haciendo ahora?”
Llego a pensar si los que proponen salir de la zona de confort para obtener un progreso no subestiman a veces la ambición de la persona a la que le hablan. Hay gente a la que le gusta mucho hacer lo que hace y no resignaría ese confort que ya tiene por otro que le vendría de un progreso material. Como el panadero que disfruta amasando a las cinco de la mañana y jamás dejaría eso para tener una cadena internacional de panaderías.
El problema no es el confort, el problema es cuál es la ambición que tenemos. Si somos voluntariosos, evaluemos nuestra ambición antes de avanzar. No sea que nos pongamos en situaciones incómodas por cosas que realmente no nos interesan. Y estemos luchando toda la vida, incómodos, para poder tener muchos bienes que nos den recién al final de nuestras vidas una “zona de confort” que pudimos haber disfrutado antes de otra forma.
Nota 1: Todo lo dicho en esta entrada no intenta ser justificativo para mis fiacas.
Nota 2: Pero acá está calentito y estoy cómodo.
Nota 3: Olvidé usar la palabra procrastinación para dar más nivel a este texto.
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