En "El libro de la Selva" hay un capítulo que no tiene que ver con la selva y es el de la foca blanca. Es el primer libro que leo donde nombran a las Islas Aleutianas (satisfacciones que solo se deben poder encontrar en libros de Verne, digo yo, pues no lo sé). Y luego de eso se nombran muchísimas islas de alrededor del mundo; aparece hasta Kerguelen, isla que siempre me atrajo por su posición en el globo terráqueo.
En mi único año en “la Alliance” tuve que hacer una exposición sobre un territorio francés de ultramar. Y mientras todos eligieron lindas playas yo elegí, sin poder explicar por qué, la Isla de Kerguelen. ¡Cómo no haber respondido: “pues no ven que es la que eligen esos grandes creadores de aventuras”! ¿Quién no quisiera ir a un lugar misterioso así, antes que a tostarse al sol en una playa con un trago en la mano? Y si tomamos los suficientes recaudos, hasta podríamos llevar algo en la bitácora para sacar en el momento exacto y disfrutarlo en un lejano mar austral (armar un fueguito y cebar un buen mate, por ejemplo).
Volviendo a las Aleutianas, hay que decir que escuchando el relato de Kipling sobre las focas no pude evitar el recuerdo de antiguos días en las playas del centro marplatense (llenas de humanos):
“(…) Desde un montículo llamado colina de Hutchinson, uno podía divisar más de tres millas y media de terreno cubierto de focas en plena lucha, mientras la espuma de las olas se veía punteda de cabezas negras de focas que tenían prisa por llegar a tierra firma para no perderse su parte de la pelea. Luchaban en medio de las rompientes, luchaban sobre la arena y luchaban entre las rocas de basalto pulido que servían de marco a los criaderos, porque eran tan estúpidas e inconformistas como los hombres. Sus esposas no llegaban a la isla hasta últimos de mayo o principios de junio, ya que no tenían ninguna intención de que las hicieran pedacitos; mientras que las focas jóvenes de dos, tres o cuatro años, que aún no habían formado un hogar, se internaban una media milla tierra adentro cruzando las filas de combatientes para jugar entre las dunas en manadas y legiones y destrozar todo lo que pudiera tener un aspecto mínimamente verde. Recibían el nombre de holluschickie -los solteros-, y sólo en Novastoshnah debía haber unas doscientas o trescientas mil.
Gancho de Mar acababa de dar fin a su pelea número cuarenta y uno de aquella primavera, cuando Matkah, su suave y elegante esposa de cándida mirada, hizo su aparición saliendo del mar, de donde la cogió por el cogote y la depositó en su plaza reservada, comentando con un gruñido:
- Llegas tarde, como siempre. ¿Dónde te habías metido?
Gancho de Mar tenía la costumbre de no comer nada durante los cuatro meses que pasaba en las playas, por lo que solía estar de un humor pésimo. Matkah sabía que contestarle mal no la llevaría a ninguna parte, así que lanzó una mirada a su alrededor y dijo con voz melosa:
- ¡Qué detalle por tu parte! Has vuelto a coger el sitio de siempre.
- Puedes estar segura de que lo he cogido -dijo Gancho de Mar-. ¡Mírame!
Tenía cortes y sangraba por más de veinte sitios distintos; estaba casi tuerto y tenía los costados hechos jirones.
- ¡Ah, los hombres, cómo sois los hombres! -exclamó Matkah, abanicándose con la aleta trasera-. ¿Por qué no tenéis un poco más de sentido común y os ponéis tranquilamente de acuerdo en la distribución de los criaderos? Tienes toda la apariencia de haber estado luchando con orca, la ballena asesina.
- No he hecho más que luchar desde mediados de mayo. Es una vergüenza lo atestada que está la playa este año. Me he topado con no menos de cien focas de la playa de Lukannon en plena búsqueda de hogar. ¿Por qué no se quedará la gente donde le corresponde?
- A menudo he pensado que nos iría mucho mejor si nos mudáramos a la isla de las Nutrias, en lugar de permanecer en este lugar tan lleno –dijo Matkah.
- ¡Bah! A la isla de las Nutrias solo van los holluschickie. Si nos fuéramos allí, dirían que tenemos miedo. Y hay que cuidar de las apariencias querida.
Gancho de Mar metió orgullosamente la cabeza entre sus gruesos hombros y fingió dormirse durante unos pocos minutos, pero en ningún momento dejó de tener los cinco sentidos puestos en otra posible pelea. Ahora que todas las focas macho y sus esposas estaban en tierra, se podía oír su clamor a varias millas de distancia, en mar abierto, más fuerte que la más sonora de las tempestades. Contando por lo bajo, debía haber más de un millón de focas en la playa: focas viejas, focas madres, bebés recién nacidos y holluschickie, peleándose, riñendo, gimoteando, arrastrándose y jugando juntos; o bajando hasta el mar y volviendo a subir en grupos y hasta en regimientos; tendidos, en fin, sobre todos y cada uno de los palmos de tierra forme hasta donde alcanzaba la vista: siempre por batallones y entre escaramuzas en medio de la niebla (…)”.
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