Quien gusta de los subtes y de las observaciones en los transportes públicos podrá disfrutar de éste, el último capítulo de La ciudad de nadie.
"Y ahora recuerdo a Chesterton que dijo que carece de sentimiento religioso quien no comprende que aquel hombre que está sentado frente a nosotros en el tren subterráneo es tan importante para Dios como William Shakespeare. Aquel Guillermo Agitalanza".
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"El cielo azul resplandece sin una nube y el sol labra las moles de ladrillo oscuro y piedra blanca de la Universidad de Columbia, cuando empiezo a bajar la escalera del tren subterráneo. He depositado la moneda del pasaje al pasar las aspas giratorias de la entrada y ya estoy en un mundo nocturno.
Ya empiezo a bajar a saltos la escalera con todos los que la bajan a saltos. Hasta llegar a la plataforma de espera. A la chata nave fría, apuntalada por postes de hierro, blanca de losas de hospital o de carnicería, fría, de luces eléctricas que nunca se apagan, donde a veces palpita como una llaga una luz verde o una luz roja.
Todos los que han bajado conmigo se asoman al andén, miran a ambos lados a las dos largas bocas de túnel que se abren a los dos extremos, contemplan un momento los rieles pulidos dentro del estrecho foso y piensan que, al llegar el tren, habrá por un espantoso segundo la perfecta oportunidad de suicidarse: en un salto y en un segundo. Se alejan del borde y miran a los demás con ojos de sospecha. Caminan con las manos a la espalda, o con las manos en los bolsillos y mascan. A cada momento suena el «trac» de las máquinas automáticas adosadas a los postes que venden por un centavo, por aquel centavo liso y suave entre las ásperas monedas de plata que la mano palpa en el fondo del bolsillo, una tableta de chocolate o una lámina de goma de mascar.
Todos mascan. Y dejan de mirarse. Y a ratos y en grupos se detienen frente al puesto de periódicos lleno de luces y derramado de todos los colores de las portadas de las revistas. Ven al desgaire las brillantes portadas, mujeres desnudas y vestidas que sonríen en las portadas, o los negros titulares de los diarios. Del diario de la mañana que salió por la noche. Del diario de la tarde que sale por la mañana. «Los rojos tienen la bomba atómica». «Los Dodgers le ganaron al San Luis». «No me divorciaré», dice el marido de la Bergman. «Veterano loco mata trece en doce minutos». Cada quien compra un periódico. Y en todo el andén aletean las hojas.
Se oye el trepidar del tren que llega. Los primeros vagones pasan con tanta velocidad como si no fueran a detenerse. Un golpe de aire tormentoso se desplaza a su paso. Pasan vagones y pasan vagones hasta que llega uno que se va amohinando y deteniendo frente a nosotros. La puerta corrediza se abre de un golpe. Los que salen y los que entramos nos apretujamos un momento. Hay algunos puestos desocupados en el largo banco amarillo de esterilla que se alarga a ambos lados del vagón. El tren arranca con un golpe seco.
Los que están sentados se sacuden. Los que están de pie dan un traspiés. Los que cuelgan con una mano de las agarraderas blancas del techo se bambolean adheridos al periódico que sostienen en la otra mano.
Nadie parece mirar a nadie. Yo observo a todos los que no miran. Los que están en fila sentados en el largo banco frente al mío. A través de los cuerpos de los que están de pie a uno y otro lado. A nadie conozco. Todos los rostros son distintos. A veces las ropas se parecen. A veces los zapatos son iguales. Pero aquellas narices lustrosas son tan diversas, aquellos ojos tan distintos los unos a los otros. Aquellas manos que sostienen el periódico o que reposan sobre la rodilla están tan asociadas a la sola vida de una sola persona que no podrían ser las manos de más nadie. Son las manos de aquella nariz, de aquel sombrero, de aquel peinado, de aquel periódico. Y ahora recuerdo a Chesterton que dijo que carece de sentimiento religioso quien no comprende que aquel hombre que está sentado frente a nosotros en el tren subterráneo es tan importante para Dios como William Shakespeare. Aquel Guillermo Agitalanza.
Por los pedazos de ventanilla que se miran entre las cabezas desfilan las vertiginosas siluetas de los postes de hierro que sostienen el túnel y algunas luces fugitivas. Sentimos que vamos a una velocidad excesiva. Que la más pequeña falla del más pequeño tornillo podría estrellarnos contra la cerca de postes, y el trueno sordo y sostenido del viaje transformarse en infernal explosión de metales y gritos. Como una deflagración irrumpe rozándonos un tren que pasa en sentido contrario.
Sobre las cabezas están inmóviles las aspas de los ventiladores. Entre las aspas y las cabezas se extiende el friso multicolor de los carteles de publicidad. Con figuras de hombres y mujeres jóvenes y hermosas que sonríen. Que sonríen con un tubo de pasta dentífrica en la mano, con un jabón, con un paquete de té, con una botella de Coca-Cola. «Yo prefiero el Camel», dice la cara de un conocido cantante. «Yo prefiero el shampoo Kreml», dice una estrella de cine. «El señor Robert Smith, de Kansas City, se ha cambiado para el whisky Calvert». «Si tiene usted talento para cantar, venga a verme». «Johnnie Maize, bateador de los yanquis, es un comedor de Wheaties desde hace diez años. Compre usted su paquete mañana».
En la estación de la calle 96 entran muchos negros y algunos puertorriqueños menudos con pequeños bigotes. Un negro alto y triste se para frente a mí y sostiene con su gruesa mano la blanca agarradera. La otra mano cuelga inerte un poco más abajo de mis ojos. Es una mano grasienta, pulida. Tiene una sortija de oro con un rubí. El botón marrón está a la altura de mis ojos. Alzando la vista le miro la camisa y la corbata también marrones. Este no es de los jornaleros del Aseo Urbano. Es hombre elegante y debe venir de los dancings de Lenox Avenue. Me imagino que debe saber bailar un «Jitterbug» descoyuntado sobre las más altas notas del saxófono.
Palabras en español me llegan de la conversación de dos puertorriqueños que no puedo ver. «Ahí se consigue trabajo. Yo te lo digo. Yo lo sé. Pagan hasta cuarenta dólares por semana. No te digo». «Y ¿desde cuándo no ves a Carmen?». «Mejor es que no me hables de eso». El rumor vertiginoso del tren se funde con las conversaciones. Cruzamos blancas bahías de estaciones sin detenernos.
Por entre el brazo bamboleante del negro miro a la colegiala que está sentada frente a mí, entre otras colegialas. Una camisa hombruna, unos pantalones arremangados de lona azul, calcetines blancos y lisos zapatos. Tiene sobre las piernas los libros, sobre los libros los brazos, sobre los brazos la cara sonriente que parece una de las de los avisos del friso. La de la muchacha del té Lipton. O la del laxante de limón. Hablan en algarabía que se añade a la de los hierros.
Bamboleándose, un borracho barbudo da empellones y voces. Parece decir una arenga. Son imprecaciones a todos los que no le oyen. De la puerta de algún bar oscuro, sin saber cómo, se descolgó por una boca del subterráneo. ¿Qué era lo que le decía al barman? Lo que decía a aquellos otros hombres acodados en el mostrador. Lo que dice ahora a todas estas gentes que le evaden la vista. Cuando el tren se detiene está a punto de caerse. Se ha levantado para salir una señora madura de sombrero de plumas. El borracho mira el asiento vacío y se desploma sobre él. Entre una mujer y un hombre. La mujer, que tiene los ojos metidos dentro de un libro abierto, se encoge para evitar el contacto. El hombre que está al otro lado, duerme. Tiene una gorra metida hasta los ojos, una sucia camisa de trabajo, unas gruesas manos de trabajo cruzadas sobre las piernas, unos zapatos negros cuarteados y terrosos. Duerme profundamente. El borracho está casi tendido sobre él y sigue hablando sin cesar, dando manotazos en el aire.
Nadie lo mira. La mujer que está al lado está como metida dentro de su libro. No alza los ojos sino cuando el tren se detiene en alguna estación. Por entre los dedos logro verle el dibujo de la portada. Es una novela histórica, que se está vendiendo por millares de ejemplares diarios. Es la misma que tiene otra mujer que diviso cerca de las colegialas y otra que se bambolea agarrada de su gancho cerca de la puerta. Es la romántica historia de Jacques Coeur. Andan, dentro del libro, por un París de campanas, estandartes y torres medievales. Otra lee el grueso tomo de El Egipcio. Mira salir a un sacerdote cubierto de oro del hipogeo. Otros leen otros libros. En sus cabezas flotan imágenes de lejanos países, de bellas mujeres encendidas de amor, de ricos trajes, de maravillosas aventuras. «El que fume o escupa en el suelo será castigado con multa de cien dólares, o prisión de quince días, o ambas», dice el letrero junto a la puerta.
Se oye una música de saxófono que se acerca. Es un ciego que recorre los vagones mendigando. «Llévame al juego de pelota», es la pieza que toca. Pasa por entre las espaldas, los hombros, los sombreros. Tropieza con los pies del obrero dormido. Con la capa de pieles de una elegante mujer que deja de leer su revista ilustrada para arrojar una sonora moneda en la cantimplora que el mendigo lleva atada al instrumento. Con las rodillas de la colegiala. Con el brazo del negro. Su oscuro sombrero pasa rozando las agarraderas. Siguiéndolo veo el fez rojo y dorado y la borla negra de un «Shriner». Es hombre rubicundo y risueño. Debe de ser de otra parte, y ha venido a la ciudad como millares de otros cofrades para la convención de su orden. La Antigua y Mística Orden de los Caballeros del Noble Santuario. Desfilarán con sus rojos feces y sus estandartes de opereta oriental, comerán y beberán copiosamente y regresarán con mil cuentos a sus granjas, a sus talleres, a sus barberías, en una ciudad del Oeste.
A mi lado se sienta un hombre grueso de pelo canoso; lleva como abrigo una espesa camisa de lana a cuadros rojos y negros, tiene nariz o quijada de boxeador. Abre su periódico, desplegándolo por cuartos. Lo que diviso son columnas de cifras. Es la página de las carreras de caballos. El hombre se abisma en números y nombres. Saca un lápiz y traza algunas marcas de un modo seguro y punzante. Guarda el lápiz, vuelve las páginas. Ahora se detiene en las tiras cómicas. Veo el mechón de Lil Abner y la silueta de pimpina de miga del «schmoo». El «schmoo» es gordo, luciente, manso, risueño, no come, ni corre, y cuando alguien lo mira con hambre se muere de contento. Se muere convertido en tierna carne asada o en pollo frito, sin huesos. Hay una luz de alegría infantil en los ojos del hombre de quijada de boxeador. El mundo debería tener «schmoos», piensa. No andaría él colgado de aquel gancho subterráneo, ni saldría de allí para meterse en una caseta de teléfono, hedionda a colilla y a tos, a llamar a todos los que saben en cuántos minutos hizo la milla el segundo caballo de la tercera carrera en Jamaica, y para concertar la apuesta del tonto más tonto que lo espera en la puerta de la tienda de cigarros y periódicos envuelto en el resplandor de Tarzanes amarillos, de Supermanes rojos, de Frankensteins verdes, de Patos Donald azules.
Y piensa también en los «schmoos» aquel hombre flaco, desgonzado que dejará el periódico con la tira del «schmoo» sobre el asiento al levantarse, para dejar el vagón, subir la escalera, meterse por la puerta de una botica y pasar junto a la caseta de teléfonos, donde alguien concierta las apuestas de las carreras de caballos, para comerse un sandwich de chicken salad y una taza de café con crema. Un sandwich de emulsión rosada que penetra al pan y sabe a apio. Pero el «schmoo» tierno es el que se convierte en tierna carne asada al mirarlo. Es una carne mejor que la que comen los clientes de Gallagher a cuatro dólares la libra. Con sólo mirarlo.
La velocidad del tren varía. Es como si se deslizara a ratos con dificultad por zonas de mayor resistencia. Por entre las enmarañadas raíces de los viejos edificios, por debajo de los sótanos de los más oscuros hospitales, entre las tuberías que llevan la sangre del último riñón abierto, del último pedazo de pulmón extraído. Bajo un suelo de algodones sanguinolentos y sábanas sucias. O por entre las huesas del Museo de Historia Natural, donde las orejas del elefante están heladas junto a la vértebra del megaterio y el aire se espesa con el olor de ballena embalsamada.
Un hombre gordo y melancólico lee un periódico escrito en caracteres hebreos. Toda la página está salpicada de temblorosos trazos que parecen deslizarse hacia abajo. ¿Cuáles noticias leerá ese hombre en esas letras de seis mil años? Con sus letras flota fuera del tiempo y del espacio. Irá a la calle de los negociantes en ropas, o irá a los almacenes de los pollos muertos o de las lechugas, pero antes tendrá que descender de aquella nube mágica de letras, restregarse los ojos abstraídos, y preguntar, con el acento más nasal que le quede en el pecho, de qué se trata.
Lo siento tan solo con sus letras, tan separado por aquella jaula de caracteres, que pienso que no podrá comunicarse sino con los que andan en otros pedazos de su jaula. Y que los que están fuera lo miran como prisionero. Tiene el sombrero redondo metido hasta las orejas. Unos lo ven con indiferencia, yo con interés, otros con desdén. Del apartamento en Brooklyn hasta el negocio en Manhattan va metido en su jaula. Con aquellas letras está escrito el nombre del rey Salomón en el libro santo. Y con aquellas letras acaso lea la noticia de que millares de refugiados, después de años de sufrimiento, han logrado al fin entrar en Tel Aviv.
La muchacha que viaja a su lado lee una revista. Es hermosa y viste con sencillez. Lee en su revista la historia de la oficinista que se casó con el joven y romántico presidente de la compañía. Que es la misma revista que lee la casera gorda, que lleva su paquete de compras recogido bajo las piernas. Es la misma revista que millones de mujeres han empezado a leer esta mañana. Trae la historia de la caprichosa hija del millonario a quien el amor hizo someterse a la autoridad de un muchacho pobre. Tiene un artículo que dice: «La vida empieza a ser divertida a los cuarenta años». Y otro que dice: «Le doy gracias a Dios por ser neurótico». Y un aviso: «Usted también puede ser atractiva». Y un reportaje que asegura que no existen mujeres feas. Y muchas páginas con grabados donde se enseña cómo se puede cocinar y fregar platos conservando las más hermosas manos femeninas; cómo se puede transformar sin gastos aquel feo cuarto en aquel maravilloso salón de la revista; cómo de una mesa vieja y rota se puede hacer la más moderna mesita de té con la sola ayuda de una sierra y un martillo. O la manera de parecer una persona instruida e inteligente al hablar. La belleza, la salud, la felicidad, el bienestar, puestos al alcance de todos.
La mujer gorda del grueso paquete sonríe. Como a la misma hora hojeando la misma revista sonríen otras mujeres que están en las calles, en los sótanos y en los pisos altos. La que lava la ropa de los hijos en el sótano. La que limpia la salita, que sin gasto podría transformarse en una pieza de exposición. La que calienta las espinacas, que pueden servirse con poca cosa como en el restaurante francés. La que friega los platos mientras oye en la radio la quejumbrosa canción de Bing Crosby en la hora que se llama «Serenata de Amor».
Chirría el tren deteniéndose. Toda la masa de gente se mueve. Todos se empujan. Entran nuevos rostros. Tres muchachos altos, con el pelo peinado en copete, salen en el último momento atropellando a todos los que entran. La última mano del último tiene un gesto de lanzar la bola del bowling. El sordo rodar de la bola sobre la madera y el estruendo de las maderas cayendo en la catarata. De la escalera del subway se meterá en la escalera del salón de bowling, ancho como un garaje, donde treinta hombres simultáneamente se tuercen detenidos, lanzando treinta bolas que ruedan sordamente. Simultáneamente con otros dos mil novecientos hombres que, en millares de salones, están lanzando el trueno de la bola sobre la cancha.
Ahora está frente a mí un botones vestido de verde con botonadura de reluciente dorado. Su cabeza tocada con un chato gorro verde está debajo de aquel retrato del friso donde sonríe una muchacha, junto a un letrero que dice: «Reúnase con ‘Miss Subway’. Encantadora Harriet Young, secretaria en Adelphi College. Estudiante de música, le gusta todo, desde Beethoven al ‘Bebop’. Ambición: tener un automóvil nuevo y ver América».
El botones tiene cara de ansiedad. Nadie lo está llamando, no está llamando a nadie. No va dentro del eco de su voz por pasillos, salas y corredores canturreando el nombre de aquel míster Smith o míster Savacol a quien espera un teléfono acostado sobre una repisa de mármol. Pasan minutos, el tren corre y no suena ningún timbre que lo haga saltar. Va a sonar un timbre. A las siete hay que sacar el perro de la señora del 115 y llevarlo al borde de la acera, dejarlo husmear un rato y esperar a que se enarque en la defecación. A las siete y media toda la acera está cubierta de los botones del hotel. Todas las aceras están cubiertas de botones, y hombres y mujeres, y viejos y niños que sostienen por la traílla a los perros. Y todo el fondo de las calles toma un tinte de canal de matadero. Hasta las siete de la noche. En que hay que subir a buscar el perro de la señora del 115 para bajarlo nuevamente a la acera. Ya en la sombra. Lejos de la luz del farol. Y verlo enarcarse con los ojos saltados.
El tren amaina la velocidad y se detiene. Todas las gentes se ponen en movimiento. En los postes del andén hay repetido el número 42. Salen todos apresuradamente. Como si el tren pudiera arrebatarlos y llevar los a un destino desconocido. Salen todos, menos unos pocos que permanecemos. El borracho ha aprovechado la ocasión para tenderse largo a largo en el banco. Pero nuevas olas humanas se precipitan por las puertas. Todo vuelve a apelmazarse y a endurecerse. Entran mujeres con niños y paquetes, hombres con maletas y carteras. Gentes con ojos afiebrados y narices lucientes que salen de los cines. Con los oídos llenos de disparos de revólver y de canciones. Con los ojos llenos de descomunales ojos. Hombres con el cuello de la camisa abierto, el sombrero nuevo en la nuca, un escarbadientes en la comisura de los labios y el gesto exacto del pistolero que vieron en la pantalla. Una voz arrastrada, cantada, cortada. Y de pronto uno que suelta una carcajada corta y explosiva.
El trayecto es breve. El tren se detiene de nuevo. Bajan muchas mujeres. Con prisa. El andén está lleno de otras mujeres con paquetes. Muchas suben. Otras esperan los trenes que vienen de regreso. El tren está anclado al borde de los sótanos de las inmensas tiendas. Se ven todos los andenes y pasadizos cubiertos de luces, vitrinas y avisos luminosos. Las luces llevan a otras luces, los pasadizos a otros pasadizos. Las mujeres suben como hormigas atareadas. Y de pronto, ponen el pie en una escalera que empieza a subir sola. A rodar sola, como un témpano de hielo que se desprende lleno de pingüinos. A subir por entre horizontes de arcadas, mostradores, colgaduras, armarios, pirámides de mercancías pasando de un piso al otro como quien mete la cabeza por el hueco de una capa. Del piso de los trajes de mujer, al de la ropa de hombre, del piso de los artículos de deportes al de los muebles, de los comestibles a las máquinas de lavar, de las drogas a los libros, de las camisas a los automóviles, de donde enseñan cómo funciona la máquina de lavar a donde explican cómo se preparan los ravioli y los dan a probar. Todo está lleno de manos, de cabezas, de ojos, de hombros. Como si el vagón del subterráneo se hubiera multiplicado por cien mil. Y la escalera sigue subiendo con los pingüinos inmóviles y serios. O baja con ellos. Hasta que al pie de la última escalera, que no se mueve, se para el vagón del subterráneo y el oleaje mete la gente adentro.
Los que están de pie dan un traspiés. El tren arranca. Hay gentes que sacan papeles de los portafolios, de los bolsillos. Mujeres que sacan papeles de las carteras. Papeles con sellos, con letreros impresos, con firmas agresivas. Tienen cara de ir a hablar con policías, con fiscales, con inspectores. Aquel va a buscar un permiso para vender cerveza. Y aquel un permiso para conducir automóvil. Y aquel va porque no quiere pagarle la pensión a su mujer divorciada. Una mujer que sacaba la cabeza desgreñada por una puerta y le decía, pronunciando por las narices, horribles insultos.
Y todos van sacando mentalmente cuentas de dinero y de tiempo. A cada momento miran el reloj y se palpan la cartera. Miran el reloj. Dentro de diez minutos se desocupa la silla del dentista. Dentro de veinte minutos míster Jones tocará el timbre preguntando a la secretaria si míster Smith ha llegado. Dentro de cinco minutos sale el «ferry» para Staten Island. Dentro de treinta y cinco minutos sonará el teléfono y repicará cinco veces dentro de una oficina vacía, cuya puerta nadie abre. Dentro de una hora se cierra la subasta de cebollas.
Dentro de un cuarto de hora sonará el martillo del presidente declarando instalada la convención de los vendedores ambulantes de cepillos. Dentro de dieciocho minutos habrán subido un punto las acciones de la American Can.
Y se palpan la cartera. «Una comisión del tres por ciento no es suficiente». «Yo no vengo a venderle, vengo a traerle dinero». «Mi dineroes tan bueno como el suyo». «La honestidad es la mejor política». «Hágalo ahora». «No hay negocios malos, hay negociantes malos». «Aproveche esta ganga». «Cien dólares no son sino el comienzo de mil dólares, mil dólares no son sino el comienzo de diez mil dólares, diez mil dólares son el comienzo de cien mil, cien mil el de un millón». «Un director de ventas que vale cincuenta mil dólares por año». «Un oficinista que vale cuatro mil». Se palpan la cartera con un gesto de despertar, entre el cabeceo del tren disparado, y miran con rápida sorpresa al hombre que está al lado.
Una corbata demasiado roja, un traje demasiado nuevo, unos hombros demasiado anchos, una afeitada demasiado reciente, unos ojos demasiado lentos, una quijada demasiado cuadrada. Por el bolsillo del pañuelo le asoman las puntas de tres tabacos. Los zapatos le deben chirriar un poco al andar.
Al lector de tiras cómicas que alza la cabeza pesada del periódico lleno de figuritas se le parece a Dick Tracy. A la mujer que masca goma y que ha salido del cine se le parece a James Cagney. Debe de tener debajo del brazo, oculta, una de esas pistolas de gángster que han estado retumbando durante dos horas en la película. Al viejo que saca el crucigrama de la última página de la revista ilustrada se le parece a los famosos pistoleros que no conoce.
El tren se detiene de nuevo. Baja mucha gente. Mujeres jóvenes de hermosas piernas con una gruesa cartera debajo del brazo. Hombres con sombreros que se parecen demasiado al que lleva el risueño mozo que está en el aviso de la sombrerería Adams en todos los periódicos. «Las mujeres prefieren a los hombres con sombrero». Baja el hombre de la quijada cuadrada. Bajan algunos viejos lentos, que parece que no tendrán fuerzas para subir la escalera que los sacará a la calle.
Voy a bajar yo. Pero no me muevo y la puerta se cierra rápida. El tren corre ahora frío y pávido, penetrando en lo más húmedo del limo. El vagón se ve grande y vacío y la luz de las lámparas es la del circo cuando el acróbata se prepara a dar el doble salto mortal sobre la cuerda. El tren baja para pasar por debajo del río. Sentimos un ahogo. A diez metros sobre nuestras cabezas duerme el agua del fondo con los zapatos de los ahogados y las más oxidadas tapas de Coca-Cola. A veinte metros sobre nuestras cabezas se desliza el trasatlántico lleno de banderas que busca su muelle. A veintidós metros sobre nuestras cabezas vuelan las gaviotas recogiendo los desperdicios que salen por los tubos de desagüe.
¿A dónde vamos? Al fondo del vagón está sentado el hombre que saca crucigramas en la revista. Cerca de mí, tendido en el asiento, ronca dormido el borracho. Al otro extremo, una mujer vestida de oscuro aprieta a su costado a una niña flaca de anteojos. Lo demás está vacío. O está lleno de algo que no vemos.
Nueva York, 1950".
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