“(...) Turkey, el Pavo, era un inglés obeso, aproximadamente de mi edad, es decir los sesenta. Por la mañana podríamos decir que era rosado, pero después de las doce -su hora del almuerzo- resplandecía como una hornalla de encendidos carbones de la Navidad, y seguía refulgiendo (pero con una atenuación gradual) hasta las seis de la tarde; después, yo ya no veía al dueño de ese rostro, quien coincidiendo con el apogeo del sol, parecía ponerse entonces con él, para levantarse, culminar en su apogeo y declinar al día siguiente, con la misma regular persistencia y semejante gloria.En el transcurso de mi vida he observado insólitas coincidencias, entre las cuales no constituye la menor el hecho de que en el preciso instante en que Turkey, con roja y encendida faz, emitía sus más refulgentes rayos, ello indicaba el inicio del período durante el cual su capacidad de trabajo resultaba seriamente deteriorada para el resto del día. No quiero decir que se volviera totalmente haragán o incluso hasta hostil al trabajo. Todo lo contrario: se tornaba demasiado enérgico. Se daba entonces en él una exaltada, frenética, temeraria y hasta enloquecida actividad. Se distraía al mojar la pluma en el tintero. Todos los manchones que figuran en mis documentos fueron realizados por él después del mediodía. Por las tardes no sólo se inclinaba a la realización de manchas, sino que a veces iba más lejos, y se volvía turbulento. En dichas ocasiones ardía su rostro con un rojizo más pleno, como si se avivara el carbón encendido. Producía entonces un ruido desagradable con la silla y desparramaba la arena; al sacar punta a las plumas solía rajarlas con impaciencia, y luego las arrojaba al suelo en súbitos arranques de cólera; se incorporaba, se abalanzaba sobre la mesa, y desparramaba sus papeles de la manera más improcedente; un triste espectáculo ofrecido por un hombre ya entrado en años. Sin embargo, dado que era por múltiples razones mi mejor empleado, y siempre antes del mediodía el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar innumerables tareas de una manera incomparable, me resignaba a dejar pasar por alto sus excentricidades, aunque si bien ocasionalmente, me veía obligado a amonestarlo. De todos modos, lo hacía con levedad, pues aunque el Pavo era en horas de la mañana el más cortés, el más dócil y el más maleable de los hombres, estaba mal dispuesto por las tardes, y a la menor provocación, a ser áspero de lengua, vale decir, impertinente. Por esto es que, valorando sus buenos servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no verme privado de ellos -pero, a la vez, incómodo por su provocativa conducta después del mediodía-, y como hombre de paz, poco deseoso de que mis reprimendas ocasionaran respuestas impropias, resolví un sábado al dar las doce (siempre empeoraba los días sábados) sugerirle, muy delicadamente, que, quizás, ahora que estaba empezando a entrar en años, a hacerse grande, sería prudente atenuar sus tareas; en una palabra, que no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; y que después de los almuerzos se fuera a descansar a su casa justo hasta la hora del té. Pero no hubo caso, él insistió en cumplir con sus obligaciones vespertinas. Su rostro se tornó insoportablemente fogoso, y gesticulando mientras blandía una larga regla en el extremo de la habitación, enfáticamente me aseguró que siendo sus servicios tan útiles por las mañanas, ¿cuánto más indispensables lo serían por la tarde?- Con total deferencia, señor -me dijo el Pavo entonces-, yo me considero su mano derecha. Por la mañana ordeno y formo mis columnas, pero a la tarde me pongo a la cabeza de ellas, y valerosamente arremeto contra el enemigo… ¡así...! -y realizó una violenta arremetida con la regla. - ¿Y los manchones? - En verdad, y con el mayor de los respetos, señor, ¡observe estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente señor, un manchón o dos durante una tarde calurosa no pueden reprocharse con mucha rigurosidad a mis canas. La vejez, aunque manche con tinta una página, es honorable. Además, y con su permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.Esta invocación a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí entonces que estaba resuelto a quedarse. Hice mi composición de lugar, y resolví que por las tardes le confiaría sólo documentos de ínfima importancia".
Les puse este extenso fragmento de “Bartleby, el escribiente” (traducido por Luis Hernán Rodriguez Felder) porque es genial. Quizás no sea el tema central de la obra. Que tiene además interesantes reflexiones:
“Tan verdadero es, y al mismo tiempo tan terrible, que en cierta medida el pensamiento acerca de la pena, o el espectáculo de la pena, atrae nuestros mejores sentimientos, salvo en algunos casos especiales en los que ellos no avanzan mucho más allá. Se equivocan quienes sostienen que esto se debe al egoísmo natural propio del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza acerca de poder remediar un mal orgánico y desmesurado. Y cuando se advierte que esa consideración no conduce a un socorro efectivo, el mismo sentido común ordena al alma liberarse de ella. Lo que vi esa mañana me persuadió de que el escribiente era la víctima de algún mal congénito e incurable. Yo podía otorgar una limosna a su cuerpo; pero éste no era lo que le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma”.
Es un punto muy interesante. ¿Por qué una desesperanza de que la ayuda sea efectiva haría que se deje de ayudar? ¡Si el intento mismo ya podría dar al otro algo de felicidad! Cómo es el egoísmo y cómo no es tan "natural" ayudar al otro es un tema extensamente analizado por Romano Guardini en "El servicio al prójimo en peligro", que pueden leer acá: clic.