Sigo leyendo (lentamente) la biografía de Tolkien de Joseph Pearce.
Siempre me pareció algo que reflejaba muy bien la condición humana eso de la añoranza del paraíso, la nostalgia del estado original, la sensación de “exilio” presente en el hombre. Era un asentimiento racional y también vital. Pero el otro día lo sentí distinto. Fue como tener una visión, como una pintura.
Estábamos en el fondo de casa con J. y ella señala y pide “¡mina!”. Resulta que quería mandarinas, que había bautizado así y que todavía quedaban en el árbol. Entonces la acerqué al árbol y ella sola, de año y ocho meses, sacó una con la mano, la peló y se la comió, como lo más normal del mundo. (Y es que sería lo más normal del mundo). Me quedé impactado.
Luego pidió otra y repetimos el procedimiento. Y finalmente dijo algo más. ¿Pedía otra? No, ya estaba, quería ir al tobogancito.
Días después ya no quedaban mandarinas. Pero escucho que me dice: “¡mina!”. Miró y señalaba el limonero. Le digo: “No, no es mandarina, es limón”. Pausa de un segundo y me dice: “¡minón!”. Me maté de risa: mina y minón.
Como todo fue muy paradisíaco, manzano, por las dudas, no pongo.
1 comentario:
¡Ay, qué lindo! me encantan estas anécdotas de los niños, y como ya voy para los tres nietos, deberán oír las mías acá en Bloguilandia. Soy una abuela supernumeraria de cuanto chico existe, me encantan.
Cariños para tu mujer y tus niños.
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