André Frossard habla de su abuela (“Dios existe, yo me lo encontré”). Como toda su familia, no
era creyente y vivía ignorando las prácticas de religión alguna. Pero había
sido extremadamente trabajadora y se ocupaba sin descanso de todos los demás:
“Las bestias que cuidar, los hombres que alimentar, la limpieza que hacer, el
niñito que acunar, para concluir la jornada cerrando las puertas de la cuadra,
de la troje, de la casa, de la habitación, en la que se acostaba última después
de haber apagado la lámpara”.
Cuando al final de sus días enferma, la llevan a un hospital
protestante donde, en cama, se asombraba de ser servida, “y por señoras
leídas”, pero eso no cambió su forma de ser.
No se ocupaba de sí misma más que de costumbre y sus últimas palabras fueron de compasión por los sufrimientos de otro. Sus debilitados ojos, que ya no podían leer, se dirigían con frecuencia hacia un crucifijo colgado del muro, frente a su lecho. Un día, y fue el último día, lo miró largamente y dijo, más alejada que nunca de pensar en su propia suerte, “¡Ay, pobre hombre!”, con el tono de dulce piedad, último pío del pájaro agotado que ha llegado brincando al extremo de la rama, que va a romperse.