sábado, 18 de junio de 2016

De vuelta al Adán (IV)

Libro primero, II

[ACTUALIZACIÓN: Creo que sería de interés notar un error teológico si desde el punto de vista cristiano hablamos. En el paraíso Dios no hizo al hombre para el otium poeticum (como dice Marechal en la historia de Samuel Tesler), sino que para el trabajo (Gen. 2, 15). Sin fatiga, que entra luego con la condena y la expulsión, pero trabajo.]

Esta segunda parte es más cómica. El encuentro de los dos amigos, los problemas de amor; geniales las descripciones de la vida y forma de ser de Samuel Tesler.

Cuando Adán lo despierta y le dice que es jueves, y Tesler se refiere a él como “si hay un hombre que debiera llamarse jueves”, Javier de Navascués menciona la relación del punto con Chesterton y destaca lo significativo de llamarlo jueves, siendo el jueves un día clave en la vida de Adán. (Es interesante leer en el estudio preliminar la ubicación del libro en tres días, de jueves a sábado a la noche, como una suerte de “pasión” de Adán).

Fui a repasar “El hombre que fue jueves” y encontré algo curioso: “Acababa de oír Syme estas palabras, cuando vio en las caras de los hombres que lo rodeaban una alteración sublime y temerosa a la vez, como si el cielo se abriera sobre su cabeza”. ¡"Sicut liber involutus"! Ja, ja.

Recordar el relato del nacimiento de Samuel me gustó mucho y al punto lo asocié, sin muchas razones, con el nacimiento de David Copperfield. No es que tengan algo en común, es solo que descubrí que ahora conozco dos humoristas geniales, Marechal y Dickens.

Dentro de los placeres literarios no solo están los relatos del nacimiento de Tesler, su relación con el trabajo, su filosofía de la higiene, los diálogos con sus padres, el angel de cemento, el búho y la gallina, el kimono y su descripción, el día y la noche, las cavilaciones sobre los problemas de amor, el relato anticipado de la muerte de Samuel Tesler… No solo todo eso, digo (tan sabroso), sino algunas pequeñeces que esta vez pude apreciar más que antes. La entrada de Adán a la habitación silenciosa y oscura hace desdarrollar toda una serie de metáforas geniales:

“Con el nudillo de los dedos (…) así llamó Adán Buenosayres (…) Pero un silencio duro reinaba en el interior del antro, como si la habitación número cinco no fuese hueca sino maciza”;
“(…) insistió en su golpeteo (…) volvió a responderle un silencio que parecía gozarse en su misma perfección”;
“Y la puerta cerróse tras el visitante, pesada de solemnidad”;
“Adentro señoreaba toda la oscuridad, la sombra palpitante, la tiniebla viva, como si la última noche, acosada por el día y sus mordientes perros, hubiera buscado refugio en la habitación número cinco y temblase aún llena de zozobra”.

De todos los relatos, descripciones y diálogos que mencioné, mi preferido siempre fue el de Samuel con sus padres, según relata en el recuerdo el propio Samuel. Pero en esta lectura no pude dejar de reírme con este otro:

Digo, pues, que Samuel Tesler, no bien estuvo de pie, metió el pucho de su cigarrillo en un cenicero y lo reventó con la uña de su pulgar. Luego fue hasta el pizarrón y borró con esmero las anotaciones del día veintisiete. Salió por fin a la ventana y sus ojos dominaron la ciudad, que reía desnuda bajo el arponeo del sol. Entonces, como llevado por una idea fija, tendió un brazo elocuente y mostró los techos de zinc, las terrazas de color ladrillo, los campanarios distantes y las chimeneas que humeaban al viento.
—¡Ahí está Buenos Aires!—dijo—. La perra que se come a sus cachorros para crecer.
Gritos y carcajadas que venían desde afuera interrumpieron su naciente discurso.
—¿Quiénes gritan afuera? —preguntó el filósofo arrugando el ceño.
Adán le señaló un edificio en construcción que se levantaba enfrente:
—Los albañiles italianos.
—¿Y de qué se ríe la bestia itálica?
—De tu quimono.
Así era, en efecto, porque los albañiles, olvidándose de las cebollas crudas que a esa hora mordían en el cielo, se agitaban ya en sus andamios para celebrar la aparición del quimono y de las asombrosas figuras que contenía. Entonces, con expresión enigmática, Samuel Tesler miró a los albañiles italianos y les trazó el signo masónico siguiente: colocó su antebrazo izquierdo en la articulación de su brazo con antebrazo derecho; armado ya el signo, agitó dos o tres veces el antebrazo derecho y esperó con visible ansiedad. Pero los albañiles no tardaron en responderle con signos iguales, observado lo cual el filósofo estalló en una risotada satisfecha: se habían entendido”.

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