domingo, 27 de abril de 2014

León

Me gusta hacer entradas cortas. Pero hoy releí una historia de Josep Pla y quise copiar un fragmento aquí. Y es que, justamente, un perro con el mismo nombre que el que aquí figura nos acompañó una vez en una caminata en vacaciones. Y cuando leo la parte de la encrucijada final no puedo evitar representarme un cruce de calles de tierra de Tandil.

Así que ahí les va. Después de todo, es domingo y hay tiempo. 
Un día, Pedro Brincs compareció en la viña con una escopeta de pistón en bandolera. Un perdiguero melancólico, viejo y marchito, le seguía. Cuando el animal veía una mariposa o un saltamontes se paraba en seco y miraba de reojo a su amo. Después olfateaba, se sacudía las orejas con movimiento vivo de la cabeza y daba un saltito para atrapar al insecto. Pero las patas le temblaban. Muchas veces caía hacia atrás y se ponía a gimotear. Después, con los ojos extraviados y húmedos, seguía el vuelo de la mariposa y reanudaba el camino, abatido, cojeando. Aparentemente, Pedro Brincs se armó y mantuvo al perro para ir de caza; en realidad, compró la escopeta para meter miedo a los carabineros que le robaban los racimos de uva. El perro le servía de tapadera. La caza no se había hecho para él: le gustaba demasiado ir sobre seguro y el humo de la pólvora no le impresionaba.

Cuando los carabineros lo supieron no se acercaron más a la viña. Esto le entristeció.

—¿Y ahora de qué me servirá la escopeta? —dijo preocupado.

La guardaba en un rincón de la barraca, en lo alto, bien limpia, con la canana llena al lado. Cansado de verla tan bien colgada, decidió intentar venderla. Entre tanto, se encaró con el perro resuelto a desprenderse de él, mas como el animal le inspiraba cierto afecto, se encontró con que le dolía. Lo encontró echado bajo la higuera, amodorrado, siguiendo con la mirada vaga el vuelo de una mosca.

—A este perro —dijo— parece que le deban y no le paguen.

«¡Pobrecillo, tan viejo y tan triste!», pensó, por otra parte.

Pronunció un apesadumbrado: «¿Qué haremos, León?», que era una manifestación real de su estado de ánimo, dubitativo e indeterminado.

León, sin moverse, le miró de arriba abajo, contrajo el labio un poco, volvió a amodorrarse y a la hora de partir fue siguiendo a su amo.

Durante todo el camino se entabló una lucha entre el egoísmo y la compasión de Pedro. Ora miraba al perro de través, ora le dirigía una mirada de enternecimiento. Tan pronto se decía: «Este perro no te gusta nada», como un: «¡Pobre León!» desconsolado. El perro seguía su camino sin hacer caso de nada, resignado, ausente. El hombre se dejó llevar un momento de un arrebato y dijo apretando los dientes, aunque un poco rojo de vergüenza:

León, eres una mala bestia; tendré que echarte a pedradas.

Al llegar al cruce de los caminos, el perro se paró de repente a cuatro pasos del amo. Lo miró, hizo con la cabeza y los ojos bien abiertos una pequeña reverencia y tomó el camino de la izquierda. Brincs tenía que echar por el otro. El corazón le dio un brinco... Vio como León se alejaba, tris-tras, tris-tras, camino abajo. Le salió un grito de la boca: «¡León!» El perro, sin volverse, continuó marchando. Y ya no volvió a verle nunca más.

El hecho le dejó consternado.

—¡Pobre León, quién sabe adónde irá! —decía pasándose la mano por la nuca.

(Tomada del relato “Eternidad”, de Josep Pla, en el libro “Historias del Ampurdán”).

1 comentario:

Fernando dijo...

Se ve que el perro tenía más dignidad que el amo. Pasa a veces.

Difícil cosa ésta de los cruces de caminos.