Final del día, recuento de monedas, total: un peso con treinta y cinco centavos. ¡Justo! Justo lo que me cuesta el boleto de vuelta. ¿Qué emoción tan tonta es esa? Y... el que viaje a diario en colectivo me comprenderá: la lucha diaria de tener monedas. Podés tener cien pesos y es lo mismo que nada. Podés tener un billete de dos pesos y, aunque mejor, es casi lo mismo que nada (hay lugares en dónde conseguir cambio es toda una tarea de relaciones públicas). Tener justo es además imprevisible, es estar contando, pensando que no llegarás, y al final darte cuenta que llegás.
Luego, cuando descubrís que tenés justo, surge otra cuestión. Quizás hay alguien conocido cerca tuyo, entonces podés conseguir algunos centavos de "respaldo", por si alguna de tus monedas falla en la máquina. Pero claro, ese acto prudente le quita un poco la emoción a lo antes acontecido. No sé bien por qué (estuve pensándolo largo rato y hay varias hipótesis muy psicológicas e intrincadas), pero le quita. Si la transacción comercial mediante la cual obtenemos el pasaje de colectivo fuera mano a mano, el problema de la máquina no existiría nunca, por supuesto, y eso evitaría tener que realizar un acto prudente como el de conseguir alguna moneda "por si acaso". Y así se evitaría quitarle la emoción a la cuestión de haber contado y haberse encontrado con las monedas justas.
Evidentemente, el viernes me ha pegado fuerte. Para culminar este post delirante, les aconsejo lo siguiente: nunca pidan de "respaldo" menos que el valor de su moneda más grande. De nada sirven treinta centavos cuando falla la moneda de cincuenta. Por otro lado les comento que generalmente las monedas que fallan son las de veinticinco o cincuenta centavos y la de un peso, las de cinco y diez centavos raramente lo hacen. Unque...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario