Me acaban de llamar por teléfono y me informan que mi hijo eligió, en la juguetería, unos luchadores (que no son figuras humanas sino una especie de muñecos que, según pude entender, él calificó de luchadores).
Si se tiene en cuenta que sus preferidos son los animales, o los juegos con animales, esto podría ser algo novedoso. Aunque no es novedoso que él pida a sus padres jugar a la lucha, o representarla con muñecos (a pesar de no haber visto nunca programas de lucha libre, por ejemplo).
Me gusta pensar que, aún pudiendo haber otras razones, el atractivo por las luchas le puede venir a él de un juego que hacíamos cuando era más chico, juego en el que saltábamos y dábamos vueltas en la cama.
Las primeras “luchas” (que así las llamábamos) se organizaban en ese peculiar ring, la cama de sus padres, y los combatientes eran: Hijo (el que no se quería poner alguna prenda de vestir) vs. Padre (el que quería ponérle la ropa a su hijo). El cuadrilátero era la instancia final, el campo de juego a donde se llegaba después de las técnicas de convencimiento y los insistentes “¡Vamos!”.
Él encaraba estos combates riendo, olvidándose de la discusión anterior, y cuando se encontraba vencido (y con el calzoncillo puesto, por ejemplo) la queja existía, pero ya era menor, y enseguida asumía su condición.
Lejos de hablar de violencia, yo veo a este juego de la lucha (al menos a este, que hay otros por TV que dejan bastante que desear) como un buen “entrenamiento”, sí señor. La de la lucha es una figura que tiene un significado importante. Los mismos animales, que él tanto sigue por TV, viven luchando. Y el hombre, Uds. lo sabrán, también.
Nota al pie: aunque sea interesante reflexionar, en otra entrada, cuánto en el hombre es lucha y cuánto dejarse ganar, dejarse atrapar.
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