Desde el oeste se levantó un viento alto como una ola de inmoderada felicidad y corrió hacia el este, a través de Inglaterra, arrastrando el aroma escarchado de los bosques y la fría embriaguez del mar. En miles de parajes recónditos, refrescó al hombre como una jarra llena y lo sorprendió como un puñetazo. En las habitaciones interiores de casas laberínticas, cubiertas de enredadera, despertó algo parecido a una explosión doméstica, alfombrando el piso con los papeles de algún profesor, hasta que parecieron tan preciados como huidizos, o apagando la vela con la que un chico leía La Isla del Tesoro y envolviéndolo en tormentosa oscuridad. Por todas partes aportó algún drama a vidas no dramáticas e hizo sonar en todo el mundo la trompeta de la crisis. Más de una madre desolada había mirado las cinco camisas diminutas tendidas en la soga, en un mísero patio trasero, como una pequeña tragedia enfermiza, tal como si hubiera colgado a sus cinco hijos. Llegó el viento y las camisas se inflaron pataleando como si cinco duendes gordos hubieran saltado dentro de ellas y bien hondo, en su reprimido subconsciente, recordó a medias esas burdas comedias de sus mayores, cuando todavía los elfos vivían en los hogares de los hombres. Más de una chica, inadvertida en un sombrío jardín cercado, se había tirado en la hamaca con el mismo gesto intolerante con el que se podría haber tirado al Támesis; ese viento rajó la tapia de madera y levantó la hamaca como un globo y le mostró las formas curiosas de alguna nube lejana y allá abajo, la imagen de aldeas coloridas, como si surcara el cielo en un bote encantado. Más de un empleado o clérigo, cubierto de polvo, subiendo con esfuerzo un estrecho camino de álamos pensó por centésima vez que se parecían a los penachos de una carroza fúnebre, cuando esta energía invisible se apoderó de ellos y los columpió y los hizo chocar por encima de su cabeza como una guirnalda o un saludo de alas seráficas. Había en él algo más inspirado y autoritario que el viejo viento del proverbio porque éste era el buen viento que no sopla ningún daño para nadie.
La ventolera golpeó a Londres justo donde trepa las alturas del norte, terraza sobre terraza, tan escarpadas como las de Edimburgo. Fue en la cercanía de este lugar que algún poeta, probablemente borracho, quedó atónito ante todas esas calles que iban rumbo al cielo (vago recuerdo de los glaciares y los alpinistas atados a sogas), y le dio el nombre de Swiss Cottage (Cabaña Suiza), nombre del que nunca pudo desprenderse. En algún punto de esas alturas, una fila de altas casas grises, en su mayoría vacías y casi tan desoladas como los montes Grampianos, se encorvaba en el extremo oeste, de modo que el último edificio, una pensión conocida como Beacon House (Casa del Faro) ofrecía abruptamente al crepúsculo su elevado, angosto e imponente perfil, como la proa de algún barco abandonado.
sábado, 28 de abril de 2007
Veo el viento
Para el fin de semana les dejo este comienzo de una historia. Para los que a veces nos tentamos de pensar que las palabras no podrán decir lo que las imágenes.
Estas palabras son, a mi modesto entender, tan gráficas, que pienso que llevarlas al cine sería muy fácil. Al solo leer como el viento avanza puedo imaginarme como empezaría la versión cinematográfica. La cámara como si estuviera en el mismo viento (Equis Production presents...), sobrevolando el mar y el bosque (Based on the book by G. K. Chesterton...), atravesando todos los sitios mencionados (A Mr. Fulano and a Ms. Mengano...) hasta tomar cuesta arriba (in...) y llegar al final, a la visión de Beacon House (donde sería el momento del impactante título: “Manalive”).
(La traducción es de Lastenia Clementi de Saiace, para el libro en español, “Un hombre vivo”, de Editorial Leviatán).
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2 comentarios:
El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va...
Jn 3,8
Que bonita entrada, es como si el viento tuviese alma propia... muy buen cuento. Bendiciones.
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