sábado, 4 de agosto de 2007

Homónimos

Alguna vez lo recordó Hernán en este mundo blog (si no me equivoco). Estando con sus amigos en la glorieta de Ciro Rossini, Adán Buenosayres presenta una tesis muy peculiar que dice que el disparate no existe ("el disparate químicamente puro no existe ni es posible").

Nómbreme, por ejemplo, dos cosas que nada tengan que ver entre sí, y asócielas mediante un vínculo que sabemos imposible en la realidad. De primera intención, en esos dos nombres la inteligencia ve dos formas reales, bien conocidas por ella. Luego viene su asombro al verlas asociadas por un vínculo que no tienen en el mundo real. Pero la inteligencia no es un mero cambalache de formas aprehendidas, sino un laboratorio que las trabaja, las relaciona entre sí, las libra en cierto modo de la limitación en que viven y les restituye una sombra, siquiera, de la unidad que tienen en el Intelecto Divino. Por eso la inteligencia, después de admitir que la relación establecida entre las dos cosas es absurda en el sentido literal, no tarda en hallarle alguna razón o correspondencia en el sentido alegórico, simbólico, moral, anagógico... [*]

Y permítanme ahora dar un salto olímpico sin red.
Pensaba hoy que, sin llegar a las asociaciones, la mismísima existencia de los homónimos (y quizás parónimos) puede ser otra “sombra de la unidad que tienen las cosas en el Intelecto Divino” (¡Uf!). Habiendo tantas posibilidades distintas, ¿cómo es que las palabras que el hombre usa para nombrar diferentes cosas sean iguales? ¿Por qué sucede a veces que al conjugar un verbo o cambiar el género o el número a una palabra, llegamos a un homónimo de otra existente?
Empleando un decir también marechaliano (como lo hace en su “Descenso y ascenso del alma por la belleza”), la existencia de los homónimos podría ser otro indicio de la Unidad en la multiplicidad.
Me estrellé.
[*] Nota para interesados: Un ejemplo lo da el autor analizando una frase construida al azar. Ver:

Cuando yo digo, verbigracia: El chaleco laxante de la melancolía lanzó una carcajada verdemar frente al ombligo lujosamente decorado, hay en mi frase, a pesar de todo, una lógica invencible. (…) ¿No puedo, acaso, por metáfora, darle forma de chaleco a la melancolía, ya que tantos otros le han atribuido la forma de un velo, de un tul o de un manto cualquiera? Y ejerciendo en el alma cierta función purgativa, ¿qué tiene de raro si yo le doy a la melancolía el calificativo de laxante? Además, y haciendo uso de la prosopopeya, bien puedo asignarle un gesto humano, como la carcajada, entendiendo que la hilaridad de la melancolía no es otra cosa que su muerte, o su canto del cisne. Y en lo que se refiere a los ombligos lujosamente decorados, cabe una interpretación literal bastante realista.

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