jueves, 25 de junio de 2020

Solo para llegar, les traigo un poco de todo

Esta entrada solo está hecha para que la mitad de este año tenga la misma cantidad de entradas que el año pasado. Terribles dilemas morales nos asaltan aún hoy al hacer este tipo de cosas en el blog. Y por eso, a pesar de tener más de quince años, nos sentimos jóvenes aún.

Y sin embargo hemos ganado en prudencia y no publicaremos aburridas disquisiciones al respecto (a esta altura me gustaría saber escribir mejor y saber más cosas para poder efectivamente contarlas con cierta dignidad).

Pero para que no os vayáis con las manos vacías les voy a traer cosas bien dichas. De los más diversos temas.

Está por ejemplo un tal señor Shortley, empleado humilde de granja del sur de Estados Unidos, a quien le falleció su esposa y de quien Flannery O’Connor, su creadora, nos dice: “Siempre que pensaba en la señora Shortley, sentía que el corazón se le hundía como un balde en un pozo seco”. Es a mi gusto una de las expresiones más lindas que leí hasta ahora en sus cuentos, si es que se puede decir así, y me gusta mucho más que esos otros sentimientos y expresiones “teológicos” de los que Flannery dota a sus personajes.

Me hace acordar a su vez a la película europea “Mr. Morgan’s last love” con Michael Caine, en donde el protagonista extraña mucho a su esposa recientemente fallecida. Pero una palabra vale mil imágenes, porque a aquella metáfora de Flannery no la puede equiparar ningún efecto cinematográfico de los de la película.

Y eso me hace acordar a otra película, norteamericana en este caso, como “Lost in translation”, con Bill Murray, que ha impactado a tantos y, teniendo un tema similar, queda reducida casi a nada al lado de la de Michael Caine. De la norteamericana, sin embargo, me gusta cuando él dice, refiriéndose a los hijos: "But they learn how to walk, and they learn how to talk... And you wanna be with them... And they turn out to be the most delightfull people you will ever meet in your life".

Me afeito menos y no he pisado la peluquería. Pero no me deja la conciencia tranquila el famoso colombiano si me cuenta que “de emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina”. Y ella no piensa cortarme el pelo.

Cuando el domingo leímos que “no hay proporción entre la falta y el don” no sé por qué razón de las proporciones me acordé de otra cosa de Flannery O`Connor, cuando su famoso personaje dice: “Me hago llamar el Desequilibrado porque no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he soportao durante’l castigo”. Me dirán que nada que ver, que cómo relaciono esas cosas. Y a mí me gustaría saber más, porque intuyo algo. Tú, internauta famoso, no te podrías dar el lujo de decirlo sin estar seguro. Yo no tengo reputación que proteger.

Y vamos cerrando que ya es mañana bien entrado...

lunes, 22 de junio de 2020

La ciudad de nadie (VI)


Y ahora que la gran manzana abrió los negocios aprovechamos para copiar el capítulo VI de "La ciudad de nadie", el ensayo o libro de viaje del venezolano Arturo Uslar-Pietri en la Nueva York de los años cincuenta.

Este es otro de mis capítulos favoritos porque habla de la publicidad, tratando de entender qué es esa extraña forma de comunicación, ese peculiar tipo de lenguaje. Siempre me he preguntado algo así. Siempre quise entender qué cosa es la publicidad y su forma de hablar. Algo como entenderla con categorías preexistentes. Desde fuera. Filosóficamente. Yo que sé.

Porque es normal encontrarse diciendo frases o leyendo envases y preguntárselo. Por ejemplo, hay un envase de una bebida y dice “todo el sabor”. ¿Qué es eso? Es evidente que no es algo literal. Sería imposible pensar en algo como “todo el sabor”, en el tiempo y en el espacio, en este o en otros mundos. Pero a su vez da pena (o escalofríos) llamarlo poesía. En fin. Vamos con don Arturo y recordemos que estamos en los años cincuenta.

Textos tomados de Revista ViceVersa. Capítulos anteriores aquí.

Quien hojea las llamativas y tumultuosas páginas de Harper’s-Bazaar, Fortune, Life, Vogue, o Holiday, se percata inmediatamente de que están compuestas no sólo de dos partes distintas, sino además de dos distintos sistemas de expresión.

Una parte pertenece al pasado, es la lectura tradicional de la vieja gaceta, en la que por medio de palabras se narra o se dice algo, o se transmite alguna especie de pensamiento. Es el texto. Un texto de mayor o menor valor literario: un cuento de Hemingway o una insoportable carta de consejos maternales de la señora Dorothy Dix. Lo que es sin duda un modo de expresión ya viejo en la cultura occidental. En esa misma forma se escribían los libros y los almanaques y las horas antes de descubrirse América.

Puede que haya mayor lujo de imprenta y seguramente mayores recursos gráficos que en los viejos periódicos europeos del siglo XIX, aunque no siempre mayor belleza y gusto (páginas hay en la Biblia de Gutenberg no superadas en belleza de composición y en tino artístico), pero el sistema de expresión sigue siendo europeo, ajeno, tradicional y, por tanto, profundamente distinto de la vida que crece y palpita en Manhattan.

En cambio, hay otra parte en las revistas, claramente diferenciada y nueva, donde un acento poderoso de otra vida resuena y donde se ve brotar una manera de expresión que ya no se parece a lo que vino de Europa. Son las páginas destinadas a la publicidad. Allí habla con términos propios, aunque todavía confusos, la cultura que está naciendo de la confluencia de razas y de pensamiento humano en esta isla del Hudson.

El esbozo del estilo y del medio de expresión de esta existencia que todavía aparece tímidamente en sus monumentos, en su pintura, en su música, se revela con énfasis en esas curiosas composiciones de los anuncios. No hay exageración en esto. Los más de los rascacielos no son sino inmensos cimientos habitados, sobre los que, en los dos o tres últimos pisos de la cúspide, se posa, como un buque encallado sobre un arrecife, una mansión gótica, un templo románico o un palacio del Renacimiento. La pintura es un pálido reflejo que sale por las ventanas de los museos. Y la música es casi toda europea o negra, o ambas cosas mezcladas, y, por añadidura, algunas veces expresada con la desterrada nostalgia del judío, como en el esplendoroso caso de Gershwin. Pero, en cambio, esas páginas de Fortune o de Vogue, donde con medios propios y alterados se manifiesta algo que se parece a esta isla más que nada, son de Manhattan, han nacido aquí y tienen poco que ver con las catedrales, los frescos y la literatura europea.

Si fuéramos a clasificar el sistema expresivo empleado en estas obras diríamos que tiene algo de la poesía. Su facultad de multiplicar los medios y las significaciones y de asociar e iluminar. Y también de la escritura ideográfica, de los pescados y los ibis enigmáticos de los jeroglíficos, de los petroglifos de los pueblos primitivos y de aquellos poemas, atontados por la excesiva carga de significaciones, que Apollinaire llamó 'Caligramas'.

En general presentan, sugieren o evocan los temas más persistentes de la vida americana. Sus diversiones, sus comidas, sus golosinas, sus bebidas, sus preocupaciones, sus objetos usuales: automóviles, radios, refrigeradoras, escobas mecánicas, sus medios de transporte, sus placeres y sus ideales.

Es un lenguaje directo, que presenta de una vez su mensaje, y en el que se aproximan palabras y grabados de manera tan concreta y vertiginosa, que necesariamente hacen surgir, con fácil espontaneidad, imágenes que no sería fácil expresar, sin limitarlas, con palabras. En este sentido, este arte creado por la publicidad no está muy lejos del realismo mágico de sus propósitos inefables.

A veces se trata tan sólo de una palabra. Una palabra que puede carecer de significación propia, ser un patronímico o una marca de fábrica, y junto a ella una imagen neta que se presenta en lo ilimitado. Y allí está contenido un mensaje, profundo y complejo como toda cosa humana, que leen con una mirada los amontonados seres que desembocan por las puertas del tren subterráneo. Hay una evidente correspondencia entre el ritmo en que viven, los valores de su experiencia y los símbolos de ese sistema expresivo, o para decirlo con la palabra más justa, de ese arte.

Los símbolos de ese arte nacen de la circunstancia en que esta gente vive, y constituyen las formas en que su sensibilidad tiende a expresarse. Sus dos mayores ansias, de una u otra manera, están siempre presentes: el cuerpo de la mujer y el aire libre. Labios que sonríen, cabelleras torrentosas, y piernas, o anchas perspectivas de bosques, ríos, lagos y playas. Los vasos llenos de dorados licores emergen de un cofre del tesoro de un pirata, o vuelan en el tapiz mágico de la leyenda árabe, que son las representaciones usuales de su instinto de evasión.

Cantan también a los automóviles y a los goces de la vida familiar. Hay siempre un árbol de navidad o unas pantuflas junto al fuego o un niño dormido. Y solicitan directamente la reacción más espontánea de la sensibilidad. Por ejemplo, la atracción del fresco en verano y la del calor en invierno.

Los hombres que trabajan con esta rica materia y forjan estos símbolos son los publicistas. Desde las altas torres, donde están sus oficinas, crean diariamente las formas en que se expresa el alma de esta isla, su arte verdadero y, sin duda, lo más sincero y revelador de la cultura que está naciendo en ella.

Son generalmente anónimos, como los constructores de las catedrales o como los miniadores de los libros de horas, que son sus antecesores en otro momento de la larga pasión de la civilización occidental. El hombre de la calle que repite sus cortas sentencias contundentes o tararea sus canciones asociadas a un mensaje, termina por deber a ellos más que a su escuela, por ser la hechura de esas manos invisibles que lo están haciendo y deshaciendo a cada instante.

Más interesante, y sin duda más importante, que lo que se escribe en las páginas de texto de las revistas es lo que se expresa en las ricas y heterogéneas páginas dedicadas a la publicidad. Allí está naciendo una nueva expresión. Quienes quieran conocer el alma de estas gentes y las reacciones de su sensibilidad deben abandonar los artículos, los ensayos y los cuentos que en su mejor expresión son todavía coloniales, para husmear en ese género autóctono que están creando los publicistas. Junto a uno de esos textos escuetos -poema, mensaje, vida- en que con una sola frase y una estampa está dicho en una mirada lo que uno de estos seres anhela, sueña o espera, William James y Mencken y hasta Walter Winchell resultan europeos, gente de otra lengua y otro espíritu.

Algún día, este nuevo sistema expresivo, todavía en formación, va a invadir las páginas de texto. Los poemas, los ensayos y los cuentos actuales habrán de desaparecer y lo que ellos pretenden decir ahora lo dirán entonces los cargados y fulgurantes jeroglíficos que están actualmente confiados a la sección de publicidad.

Este es ciertamente el fenómeno cultural más significativo que está ocurriendo en esta roca sagrada que es Manhattan. Un arte, o un sistema de expresión, tan nuevo y tan asociado a las condiciones más intrínsecas de una época, como lo fue el de los vitrales para el mundo gótico.

Son los jeroglíficos que el hombre de los rascacielos está creando para expresar su idea del mundo, de la vida y del destino y por los que habrá de ser reconocido y revelado mañana. Los jeroglíficos de su obelisco”.

miércoles, 17 de junio de 2020

Superpoblación

Superpoblación. Es algo que no puedo concebir. Si ves la cantidad de frutas que tiene este árbol sin que yo haya hecho lo más mínimo al respecto, si ves la riqueza que puede haber en un cuadradito de tierra en el que tiras una semilla y se multiplica por un millón, no podés creer en la superpoblación. La superpoblación es un invento de miedosos de escritorio. La semilla explotando es la realidad. La superpoblación es una historia de dudosa reputación.

De música: Todos los conciertos para Oboe de Vivaldi o el disco completo de Lari Basilio, Far more.

viernes, 5 de junio de 2020

La ciudad de nadie (V)

Habíamos dejado de publicar la serie "La ciudad de nadie" (la transcripción por capítulos del ensayo o relato de viaje del venezolano Arturo Uslar-Pietri en la Nueva York de 1950) cuando leímos tantas malas noticias.

Pero hoy leí que tuvieron el primer día sin muertos, así que decidí reiniciar la serie.

Esta parte, la V, es una de las que más me gusta. Es sobre la comida.

(Partes anteriores en I, II, III, IV; textos copiados de Revista ViceVersa).

"El pintor que tuviera que hacer el elogio plástico de los claros varones de Manhattan tendría que pintarlos ensimismados, en un sueño de poderío abstracto, entre sus ruedas dentadas, sus curvas estadísticas, de espaldas a una ventana que domina un bosque de rascacielos y contemplando en la mano un segmento de la blanca lombriz aplastada que mana del teletipo con las últimas cotizaciones. A lo sumo, como nota de fruición y de alegría, en la pared, la silueta triangular del gallardete de una universidad deportiva.

Son los amos de un mundo cuyo botín se resuelve en cifras.

Nunca podría ocurrírsele al pintor encargado de inmortalizarlos ponerlos en el momento de gozar de los sazonados frutos de la tierra. Sentarlos a la cabeza de una caótica mesa de Renacimiento donde todos los climas de la Tierra han delegado sus frutas y sus animales, o en el centro de la resonante boda flamenca, con derramados vinos y risas, que todavía gira en algún Brueghel.

Y es que las gentes de esta isla no tienen ni el gusto ni el arte de la comida. Apenas dedican tiempo a alimentarse en una forma somera, desabrida y rápida. Los mira uno ingerir con apresuramiento y sin dedicación un sandwich o una ensalada, mal sentados en la estrecha silla de un mostrador, con el sombrero puesto y el diario bajo el brazo. Hay quienes no toman sino una pintoresca ensalada de hierbas. Esa ensalada verdi-blanca que desborda de las cazoletas de madera es la única fantasía de su alimentación. Pero el plato típico preferido y ponderado que se come en los hoteles de los millonarios y en las fritangas de los muelles es el jamón con huevos fritos y el pastel de manzana. O acaso el «perro caliente».

Lo que un pueblo come retrata su historia y su psicología. La cocina es una de las más elaboradas formas de la cultura. Algunas salsas significan tanto culturalmente como un estilo arquitectónico o como una forma poética. Algunos vinos están tan entrañablemente mezclados a una raza y a un suelo como la propia lengua en que se expresan. La aptitud para sublimar el contenido de las necesidades primarias es el verdadero signo de la cultura. La transformación del refugio rupestre en catedral barroca no es muy diferente, como hazaña y marca de una cultura, a la transformación del bocado de carne asada en tournedos Rossini.

El pueblo griego, con el mismo impulso sagrado con que hizo el Partenón y creó la filosofía, transformó el acto animal de alimentarse en el noble ambiente del symposium, el banquete socrático en el que junto con la comida y la música de las flautas tiene lugar el rito del diálogo. Son también las sobremesas de los alejandrinos cargadas de gracia escéptica, y las de las villas florentinas bajo los Médicis, y las del París de la Restauración, cuando Talleyrand, con sublime elevación, explicaba el difícil arte de tomar una copa de fine Champagne. Un arte no menos complicado, sutil y simbólico que el que los chinos han madurado en milenios para preparar y servir el té.

Esa refinada estilística de la cocina, que adquiere tan extraordinario esplendor en la cultísima nación francesa, es una de las mejores vías de acceso hacia la intimidad espiritual de un pueblo. El Chianti, la polenta y las pastas son la parte más viva y asequible de la historia cultural italiana. El sauerkraut y la cerveza dicen más sobre el alma alemana que el falso Arco de Brandeburgo. El cocido de Castilla y el arroz de los valencianos son de las expresiones más reveladoras de la vida de la meseta y del mediterráneo español. Y la diferencia tónica y conceptual del vino de Burdeos y del vino de Borgoña reflejan la más rica de las contraposiciones del alma de Francia.

Lo que el hombre de Manhattan come es de lo más pobre e insignificante de la cocina universal. El refinado arte de las salsas le es desconocido. El vino y el aceite, que son dos de los más extraordinarios alimentos de la cultura antigua, le son ajenos. El maíz, que es la planta naturalmente más ligada al misterio telúrico del continente americano, les llega puro, en hábito de trigo, sin los significativos procesos de preparación y de fermentación que los indios han llevado a los pobladores de otras zonas, y que son la arepa, la chicha, la mazamorra, y todos esos conceptos en los que sobrevive y se transmite el sentimiento de una raza casi muda en la historia.

Comen poco, desabridamente y con premura. Las más de las gentes entran de carrera al mediodía al mostrador de una farmacia y a medio sentar comen un sandwich. Es ese mismo sandwich, que a esa misma hora, hora standard del Este, comen uniformemente millones de hombres y mujeres. Algo sin duda tiene que ver esta alimentación con la historia de la isla, con su arquitectura, con su paisaje y con su espíritu. Forma parte de una sensibilidad, de una manera de entender la vida. Algo del rascacielos, y del inmenso estadio de pelota, y del luminoso sol de invierno, y del color del Hudson, se refleja en el sandwich y en el vaso de Coca-Cola con que almuerza el hombre que los habita, los construye y los ama. El mongol que hizo su historia a caballo, que se calentaba con estiércol, y que se adornaba con crines, también se embriagaba con leche de yegua. La comida es una de las formas fundamentales de conocimiento y una de las mayores expresiones de la sensibilidad. Lo que fundamentalmente puede diferenciar los rascacielos de los palacios de Gabriel y la java rezongada en acordeones en los fonduchos franceses de la monótona cantata de los ozarks resalta más contrastadamente entre el hombre que almuerza con sandwich y Coca-Cola en el mostrador de una farmacia de Nueva York y el locuaz obrero que en una acera de París se instala a comer un elaborado guiso, mientras rebana un grueso pan sostenido bajo el brazo y empina repetidamente la botella de vino rojo que siempre está a su lado con poderosa presencia. En esa botella de vino la historia y la geografía de Francia entran en comunión con su pueblo. Es un caldo espiritual que los nutre de la esencia mágica de su tierra. El obrero de París tiene una noción precisa de los finos matices que distinguen a Anjou, de Alsacia y de Burdeos al través de los matices del cuerpo y del espíritu del vino en que cada región se expresa. Nada de esto ocurre en Nueva York. La Coca-Cola es igual desde el Atlántico hasta el Pacífico y las ensaladas higiénicas son hechas de las mismas desabridas y limpias yerbas en toda la extensión de la Unión.

Taine, en sus grandes hazañas de teorizante, trató de explicar una vez algunas de las diferencias de la expresión artística en los pueblos tomadores de vino y en los pueblos bebedores de cerveza por la influencia de estas bebidas. El arte del mundo latino estaría en gran parte influido y explicado por el vino, como la inorgánica, oscura y aletargada expresión de los sajones por la cerveza. El teorizante de la historia cultural y de la sensibilidad de este pueblo, que siendo tan universal tiene tan marcado acento localista en su vida, tendrá que escudriñar bastante en la significación de la Coca-Cola. No es el americano pueblo de vino o de cerveza. El hispanoamericano, que tampoco lo es, tiene, en cambio, su bebida tónica, su licor de trance, su caldo espiritual en el concentrado y profundo café. Pero esta bebida yerta que no ha pasado y salido enriquecida con los fermentos y las decantaciones, esta agua industrial y sin misterio no toca la sensibilidad ni la tiñe.

En el proceso de hacer en esta isla una vida con estilo, el terrazgo de una cultura, no se habrá adelantado mucho mientras no haya una cocina y un licor. Mientras no forjen sus propias salsas, sus guisos ambientados, su bebida emocional. Mientras no tengan la sensación de redonda y perfecta unidad que uno adivina entre la pagoda, la moral confuciana, el puente abovedado, la escritura ideográfica, los palitos de comer arroz y el té de los chinos. Entre tanto, y en medio de todas las magnificencias y los esplendores de su crecimiento, serán gente incompleta, no aclimatada en su tierra.

Este hombre del Hudson, que come apresuradamente su magra e incolora ración, no conoce la sobremesa. Y éste es también un grave inconveniente para la formación de una cultura. La sobremesa es la ocasión en que el tono de los alimentos sazonados pone su nota en las ideas y en los conceptos. Es el momento en que la naturaleza muerta de la mesa se transforma en fermento vivo del pensamiento creador. Es la hora de la unidad cultural, en la que después del banquete, sobreviene la música socrática. Lo que las musas y los dioses revelan allí ya estaba en la cocina. No pocas veces lo divino se mueve entre los pucheros, como lo sabía Santa Teresa.

Este hombre sano, fuerte, resuelto y apresurado, apenas acaba de comer se levanta. Se levanta a hacer algo. No conversa después de la comida, ni hay ninguna vinculación visible entre lo que puede decir y lo que ha comido. El comer no forma parte armoniosa de su existencia, sino que la interrumpe, la corta por un breve momento con la necesidad de alimentarse de la manera más simple, más rápida, más insignificante".

lunes, 1 de junio de 2020

Top 5+4=9

En las últimas semanas se me han aparecido unas bestias de canciones y tuve que agrandar el top 5 para hacer un top 9 de canciones de la cuarentena.

Justo cuando hablábamos del subcinco se produjo un hito musical que fue la publicación del disco "Ma" de Sílvia Pérez Cruz y Marco Mezquida, que recoge una presentación en vivo de ellos en Japón (todo había empezado hace un tiempo…)

Y aunque en esa presentación hay "tantas muchas" magníficas canciones, la primera que se me escapó para arriba de a poquito pero firme fue una en catalán, muy sentimental. Llegó a la nube y después la superó, llegando al top.

Un comentarista en YouTube me explicó que "ratllar" es, en dialecto menorquí, hablar. Con eso, el resto de la traducción es relativamente sencilla para alguien con Internet.



Claro que el top ya había sido agrandado con una entrada meteórica de la siguiente canción que se publicó también por aquellos días. Un tema de “los redondos” hecho a la perfección por unos buenos músicos y la cantante de Eruca Sativa.



También en días de la actualización del ranking Hilary Hahn reactivó su canal YouTube. En una semana pasó de 100.000 a 130.000 subscriptores solo con un video de 20 segundos. Mientras esperamos nuevos videos, quedamos capturados por este fragmento de su especialidad, Bach.



Finalmente es un gusto poder incluir en este ranking una canción de los amigos de Pomplamoose. Como siempre, llevan a otro nivel (y a otro mundo) las canciones que versionan. Ella siempre se luce cantando pero en esta, además, el piano de Jack fue genial.
"The city's cold and empty..."



Y bueno, eso es todo amigos, con 73 días de cuarentena cumplidos, Pentecostés ya pasó y arrancando junio...