lunes, 25 de julio de 2022

De las canteras al mar


Dentro de su rusticidad, la entrada a Estación Chapadmalal no deja de tener su encanto. Un paredón feo, de lo que sería una fábrica de ladrillos, termina abruptamente y aparece en curva una Capilla de San Benito. Una estación de policía no tan fea, algún jardincito más cuidado que otro...

Esta no es Colonia Chapadmalal, ni el costero complejo homónimo, de presidentes en traje de baño. Esta es una estación de tren en la zona de las canteras de piedra caliza, pegadito a Batán, a unos 15 kilómetros de la costa. El ramal de tren es el que viene de la estación Mar del Plata, ese que todavía hace unos años cruzaba la ciudad sin vías llevando gente a Miramar.

Cantera

No hubo tiempo de detenerse. Nos quedaba poco sol. El camino al mar tomaría todavía media hora más. Para salir de Estación Chapadmalal hay que, cosa rara, confiar en Google y desoír cierta voz intuitiva. Caerse de una curva asfaltada y agarrar un camino ancho, consolidado pero deteriorado.

El campo alrededor es una delicia de sembrados y arboledas. Inquietaba un poco el crepúsculo y no saber si habría alguna zona intransitable que nos obligara a ir hacia atrás (allá en los pagos "bravos" teníamos mucho sol por delante y mucho tiempo para volver para atrás). Pero todo transcurrió con normalidad. Cruzamos lo que llaman "la vieja ruta a Miramar" y entramos en las zonas más lejanas del barrio de Los Acantilados. Otro tramo y llegamos con el atardecer al mar. El sol hacia sus últimos dibujos a nuestras espaldas.



sábado, 23 de julio de 2022

Vuelta brava


Dice Miró en un pasaje llamado Toponimia: "Un nombre de lugar demasiado histórico y celebrado es un bien de todos; es decir, demasiado ajeno". Eso pasa no solo con los nombres sino con los lugares mismos, y muchas otras cosas como canciones, libros, etcétera. Y por eso (también por eso; y lo supe al leer esas palabras) me gustan las cosas raras y alternativas, siempre y cuando sean de buena calidad.

Vamos al punto. Yo podría traerles acá hermosas fotos de la Laguna Brava, o La Brava; fotos de lugares que algunos recuerden y a los que otros puedan acceder fácilmente. Pero les traje estas porque no las va a tener cualquiera. En el momento de tomarlas el fotógrafo y su familia se encuentran en un puentecito sobre el arroyo El Peligro, afluente de la laguna desde el sur.


Cruzar el arroyo permite darle una vuelta a la redonda a la laguna y correr entre las sierras Brava y La Vigilancia. El cacique Cangapol era quien dominaba en una época la zona (dicen que fue quien expulsó a los jesuitas de la cercana Laguna de los Padres) y de su nombre alternativo, Nicolás el Bravo, vienen los toponímicos de la zona.

Ya no estaba el cacique y sí los signos de nuestra civilización, pero costó hacer la vuelta porque la huella es angosta y profunda. Nuestro móvil no es 4x4 pero es alto y pudo salir adelante mientras los pastos le acariciaban la panza. Pero hubo que ir como el mostaza Merlo, paso a paso, para no meter la pata en un "aujero".

Ir despacio no fue un problema porque se iba charlando con el entorno. Los protagonistas de siempre estaban allí; los que vieron caciques, españoles, jesuitas y nosotros. Los destacados: dos halconcitos plomizos (Falco femoralis) y unas loicas con su pecho encendido.



Nota: para hacer este camino salir de la 226 a la altura del parador El Dorado e ir por camino consolidado hacia el complejo Ruca Lauquen. Pasado este y habiendo tocado tangencialmente la orilla este de la laguna, seguir otro tanto hasta camino que sale a la derecha sin indicaciones.

domingo, 10 de julio de 2022

Sunday, baladí sunday

Fui a abrirle al gato sin soltar el libro y cuando me di cuenta lo estaba sosteniendo con un dedo a modo de señalador (al libro). Me acordé de aquél amigo de la casa que decía hacer eso y la foto de su ancestro inmortalizado en una escultura con un libro en la mano y el dedo como señalador (estuvo aquí). 

*

El libro va por las páginas de los primeros "cienes" y siempre recuerdo a los colectivos cuando veo los números. Hice una pausa en el 108, ese colectivo que cuando estudiaba en la facultad había fallecido y lo hacía un ramal de la 168, pero que hace poco lo vi moderno y veloz, con su propio número en la frente, en Retiro. Puse el señalador en la 110, ese colectivo que tenía tan buena pinta por aquellas mismas épocas; unidades nuevas y brillantes que iban por Scalabrini Ortiz y al final cambiaban a Malabia y Luis Viale.

*

El ruido fue claro. Fue casi como la primera vez que lo escuché. Casi. No fue exactamente igual. Pero nada podría haber hecho ese ruido sino una palta. (Hace unos pocos años escuché por primera vez una palta, y cualquier fruto, caer del árbol al piso). Pero no estaba. No estaba en el piso al descubierto, ni entre las ramas de la última poda. ¡Estaba en una horqueta del limonero! Pero ya estaba vieja y tenía dos caracolitos milimétricos. ¿Sería esa? ¿Tan avanzada estaba cuando cayó? Y debía ser nomás, no había otra opción. Anoto: Este año las paltas están listas antes. Hay muchas menos y están listas antes.

sábado, 9 de julio de 2022

Un tren interrumpe menos y promete más

(Vías en desuso en Azcuénaga, Buenos Aires; foto propia)

¿Qué sentido tiene lamentarse por el fin del apogeo de los trenes como si fuera una injusticia o un mal de la modernidad? Los trenes eran más lindos y más románticos que los ómnibus o los camiones. Eso sin duda. Pero su apogeo fue un apogeo de la economía y la industria, dentro de un proceso que, por sus mismas razones de ser, iba a derivar en otra cosa sin reparar en la belleza o el romanticismo de aquellos. No ver eso y lamentarse es algo necio. Ahora bien, lamentarse por una belleza perdida no está mal. Porque, ¡qué lindas eran las cosas del tren!

De las cosas más lindas que leí sobre vías férreas estaba aquello de Faulkner en “Los invictos”, cuando el primo le mostraba a Bayard las vías y cómo pasaba el tren. El descubrimiento y el asombro. Lo trajimos en Enero: clic.

Pero en su relación con las carreteras este es un fragmento genial, de la experiencia de Miró en el Levante español:
“Camino nuevo en los montes cerrados. Esta era la comarca de los pueblos escondidos. El camino sigue nuevo. El frescor de la sierra no le deja criar polvo. A los lados, las matas de madroños, de sabinas, de aulagas y enebros; la salvia, el brezo, el romero, las pimpolladas de pinar, aun tienen su verde intacto. Porque nada rae y encallece el paisaje en el paisaje como las carreteras. La carretera es gente y arrabal, aunque esté solitaria. La carretera ya no es distancia, sino la medida de las distancias. Suprime un concepto de silencio, de clausura, de pureza que tenía cada rodal, cada instante del campo, siendo como era, guardado en sí mismo. Un tren interrumpe menos y promete más. Los carriles traspasan los campos con prisa y sutilidad. Brota la hierba, más dulce junto a las vías. Cuando el tren desaparece deja una emoción de países remotos. Es como una leyenda de civilizaciones, de hermosuras, que se comunica de cualidades agrestes. Después se queda el campo más hondo, más callado, más estático. La carretera siempre es la misma; es vecindad, y nada más promete el pueblo inmediato. De modo que para Sigüenza, ese ruralismo de las carreteras con automóviles quita la intimidad de los lugares que vio, en otros tiempos, sin carretera”.
(Gabriel Miró; Años y leguas, Caminos y lugares, Bolulla)

domingo, 3 de julio de 2022

Agua de la buena

Hace tiempo que no leía algo tan bueno sobre el agua. Es para leer muy tranquilo; debería haberlo colgado más temprano...
"   ¿Quién recogió las aguas entre sus brazos como una túnica?

   Únicamente Dios. Ya lo sabe Sigüenza.

   Sigüenza y muchos quisieran gozar del agua, cogiéndola, ciñéndola, modelándola como una ropa dócil a nuestros dedos. Se lo hace decir a Salomón en sus Proverbios que sea el agua tan infinita en sí misma, tan incorpórea en su cuerpo, y la codicia de tenerla y de romperla en su unidad fugaz y perdurable.

   Si ve, Sigüenza, bullir el agua en la sierra o en la vera, la sentirá con los ojos, con las manos, con la boca, con el pecho, aspirándola desde la superficie al fondo. Si pasa Sigüenza por los secanos, se incorporará su carne la sed de los terrones. Y en la sed se le aparece el agua en todas sus imágenes: agua de hontaneda, delgada y virgen; agua despedazada por los berrocales; agua de rambla, con guijas tibias de sol y adelfos rojos; agua celeste de albercón; agua de pozo, que siempre está esperando nuestra mirada; agua de surtidor, que sube soltándose entera en cada gota, cada gota cerrada con luz y júbilo de ser ella hacía el cielo, y arriba se dobla el tallo de toda el agua y cada gota vuelve a ser agua lisa de balsa; agua hacendosa de molino; agua que se aprieta en los alcorques, calando las cepas y los troncos; agua de lluvia; agua cogida viva dentro de la mano; agua de la peña a la boca como una miel mordida en la bresca y como una fruta en la rama; agua recién nacida, que se arranca con cantarillo de lo más profundo del origen, que todavía sale con el helor duro de la piedra, y viene sin sol, sin cielo, sin campo encima y dentro de ella; agua afilada y desnuda; agua de roca... ¡Quién la recogerá y torcerá como un paño precioso!

   Dios.

   Pero, además de Dios, ¿no cae también en poder de los hombres que la uncen como un buey a todos los trabajos y servicios, y la ciegan en cañutos de plomo y de cemento, y la cuentan, la miden y la envuelven en fojas de escrituras de propiedad? Esta es el agua urbana; y el agua es creación y corazón que estremece lo creado, espejándolo y comprendiéndolo todo; tierra, firmamento, aire, soledades. Agua en la inocencia y la gracia antes de los primeros hombres de empresas hidráulicas.

   ¿No es esa misma agua la del cantarero de las casas levantinas? Esa, pero de cada pueblo. El primitivo lar se ha trocado en cantarero, y la brasa en frescor. Un poyo de yeso y de manises, o de madera de pino y chopo, siempre recién fregada. Arriba, la leja donde están los tazones redondos, con un poncil encima, los vasos tallados, con geranios, albahacas y mirtos, las copas con un clavel, con una biznaga de jazmines que llevó la hija de la casa entre sus dedos o entre su pecho, y se le ha quedado el olor de virgen que hace pensar en la muerte. Cuelgan del muro los platos de Valencia y Murcia, de orlas azules, y, en medio, un pájaro, un pez, un ciervo, un pomo de flores o de frutas, un pescador, un cazador, todo balbuciente, como pintura de niño rural de esta comarca. Plateras y lebrillos, con sus bordes de rizo de una cerámica de ágatas; picheles de reflejos de lumbres antiguas; lo mejor de la loza y del vidrio que trajo la mujer el día de la boda. Y en los ruedos de los poyos, o encima de la piedra, de pie, se levantan los cántaros, de un blancor rubio y tierno, de caderas finas y húmedas, y las asas como unos hombros y codos redondos que parecen de pasta de candeal. Siempre llenos. Se les siente siempre llenos, cerrados con limones grandes, olorosos. Pero hay, por lo menos, dos cántaros que tienen en su boca la magnolia de la jarra, el bernegal de labios ondulados como un follaje de arcilla dulce. También siempre llenas las jarras; con tapa de respiraderos, porque el agua ha de respirar y mirar para que no se duerma o se quede encantada; y el agua se siente a sí misma. En ella está todo el campo, el campo del pueblo del que recibe su nombre; allí quietecito en el cantarero. Y aunque no tengamos sed cogemos la jarra de las dos asas y bebemos despacio, mirándonos los ojos en el guardado corazón del agua. En seguida nos circula una claridad de inocencia rebrotada, una intimidad de viejas memorias con las vigas del techo, un reposo de principio de tiempo que ha de durar mucho. La familia se acordará de otro forastero que también bebía y se sentaba como nosotros y que ya no sabe por dónde camina, ni si camina siquiera.

   El agua del bernegal nos hace sentir al lado toda la fuente del pueblo; la de la cuesta con el ruido de los once chorros dentro del ruido alto de los grandes follajes de los álamos. Manan los caños en la pila morena y larga del abrevadero y lavadero. Vienen y vuelven las mozas con los cántaros acostados o rectos sobre su frente nazarena; niñas en filas, con los cántaros cogidos de la mano como criaturas; mujeres de luto con el cántaro en los ijares, mendigos, ovejas, jumentos de aguador, mulos con el arado en el lomo y al aire el filo de la reja untado de madre de bancal.

   Suenan más puros y más frescos los caños en el atardecer. Hora bíblica y de romance, hora vieja de humanidad, como en todas las fuentes del mundo; como siempre. Olor íntimo del agua que toca las raíces profundas en la tierra tan tierna como un fruto descortezado; olor del agua desde el tiempo. Como en todas partes; es verdad; pero en cada pueblo, su olor. El de la fuente del pueblo donde está Sigüenza, el suyo, el mismo que recogió Sigüenza en otros años, que era el mismo de siempre; el aliento de aquel lugar desde su principio. Allí en esa eternidad y fugacidad del agua se quedaba el tiempo inmóvil y solo.

   Agua de pueblo, de este pueblo, que Sigüenza bebió hace veinte años. Tiene un dulzor de dejo amargo, pero de verdad química, que todavía es más verdad lírica. Bebiéndola se le aparece en la lengua el mismo sabor preciso del agua y de su sed de entonces. En aquella sed estaban contenidas todas las promesas de las claridades de un agua lejana para todas sus avideces. Desde aquella sed, junto a la pila de esta fuente, ¡cuánto mundo, Señor, cuánto mundo se le deparaba entre el arco de sus sienes! Y, ahora, todos esos años, los veinte años venían dóciles como corderos y se paraban a beber y mirarse en la pila viejecita donde cabía temblando el firmamento.

   -¡Como esta agua no habrá catado ninguna! -le dicen las gentes-. ¡Ya es usted otro hombre desde que llegó de Madrid y bebe de nuestra agua! ¡Un hombre nuevo!

   ¡Hombre nuevo! ¡El hombre nuevo a costa del hombre de antes, como el de las Sagradas Escrituras!"

(Gabriel Miró; Años y leguas, Agua de Pueblo, El cantarero y la fuente)