domingo, 3 de julio de 2022

Agua de la buena

Hace tiempo que no leía algo tan bueno sobre el agua. Es para leer muy tranquilo; debería haberlo colgado más temprano...
"   ¿Quién recogió las aguas entre sus brazos como una túnica?

   Únicamente Dios. Ya lo sabe Sigüenza.

   Sigüenza y muchos quisieran gozar del agua, cogiéndola, ciñéndola, modelándola como una ropa dócil a nuestros dedos. Se lo hace decir a Salomón en sus Proverbios que sea el agua tan infinita en sí misma, tan incorpórea en su cuerpo, y la codicia de tenerla y de romperla en su unidad fugaz y perdurable.

   Si ve, Sigüenza, bullir el agua en la sierra o en la vera, la sentirá con los ojos, con las manos, con la boca, con el pecho, aspirándola desde la superficie al fondo. Si pasa Sigüenza por los secanos, se incorporará su carne la sed de los terrones. Y en la sed se le aparece el agua en todas sus imágenes: agua de hontaneda, delgada y virgen; agua despedazada por los berrocales; agua de rambla, con guijas tibias de sol y adelfos rojos; agua celeste de albercón; agua de pozo, que siempre está esperando nuestra mirada; agua de surtidor, que sube soltándose entera en cada gota, cada gota cerrada con luz y júbilo de ser ella hacía el cielo, y arriba se dobla el tallo de toda el agua y cada gota vuelve a ser agua lisa de balsa; agua hacendosa de molino; agua que se aprieta en los alcorques, calando las cepas y los troncos; agua de lluvia; agua cogida viva dentro de la mano; agua de la peña a la boca como una miel mordida en la bresca y como una fruta en la rama; agua recién nacida, que se arranca con cantarillo de lo más profundo del origen, que todavía sale con el helor duro de la piedra, y viene sin sol, sin cielo, sin campo encima y dentro de ella; agua afilada y desnuda; agua de roca... ¡Quién la recogerá y torcerá como un paño precioso!

   Dios.

   Pero, además de Dios, ¿no cae también en poder de los hombres que la uncen como un buey a todos los trabajos y servicios, y la ciegan en cañutos de plomo y de cemento, y la cuentan, la miden y la envuelven en fojas de escrituras de propiedad? Esta es el agua urbana; y el agua es creación y corazón que estremece lo creado, espejándolo y comprendiéndolo todo; tierra, firmamento, aire, soledades. Agua en la inocencia y la gracia antes de los primeros hombres de empresas hidráulicas.

   ¿No es esa misma agua la del cantarero de las casas levantinas? Esa, pero de cada pueblo. El primitivo lar se ha trocado en cantarero, y la brasa en frescor. Un poyo de yeso y de manises, o de madera de pino y chopo, siempre recién fregada. Arriba, la leja donde están los tazones redondos, con un poncil encima, los vasos tallados, con geranios, albahacas y mirtos, las copas con un clavel, con una biznaga de jazmines que llevó la hija de la casa entre sus dedos o entre su pecho, y se le ha quedado el olor de virgen que hace pensar en la muerte. Cuelgan del muro los platos de Valencia y Murcia, de orlas azules, y, en medio, un pájaro, un pez, un ciervo, un pomo de flores o de frutas, un pescador, un cazador, todo balbuciente, como pintura de niño rural de esta comarca. Plateras y lebrillos, con sus bordes de rizo de una cerámica de ágatas; picheles de reflejos de lumbres antiguas; lo mejor de la loza y del vidrio que trajo la mujer el día de la boda. Y en los ruedos de los poyos, o encima de la piedra, de pie, se levantan los cántaros, de un blancor rubio y tierno, de caderas finas y húmedas, y las asas como unos hombros y codos redondos que parecen de pasta de candeal. Siempre llenos. Se les siente siempre llenos, cerrados con limones grandes, olorosos. Pero hay, por lo menos, dos cántaros que tienen en su boca la magnolia de la jarra, el bernegal de labios ondulados como un follaje de arcilla dulce. También siempre llenas las jarras; con tapa de respiraderos, porque el agua ha de respirar y mirar para que no se duerma o se quede encantada; y el agua se siente a sí misma. En ella está todo el campo, el campo del pueblo del que recibe su nombre; allí quietecito en el cantarero. Y aunque no tengamos sed cogemos la jarra de las dos asas y bebemos despacio, mirándonos los ojos en el guardado corazón del agua. En seguida nos circula una claridad de inocencia rebrotada, una intimidad de viejas memorias con las vigas del techo, un reposo de principio de tiempo que ha de durar mucho. La familia se acordará de otro forastero que también bebía y se sentaba como nosotros y que ya no sabe por dónde camina, ni si camina siquiera.

   El agua del bernegal nos hace sentir al lado toda la fuente del pueblo; la de la cuesta con el ruido de los once chorros dentro del ruido alto de los grandes follajes de los álamos. Manan los caños en la pila morena y larga del abrevadero y lavadero. Vienen y vuelven las mozas con los cántaros acostados o rectos sobre su frente nazarena; niñas en filas, con los cántaros cogidos de la mano como criaturas; mujeres de luto con el cántaro en los ijares, mendigos, ovejas, jumentos de aguador, mulos con el arado en el lomo y al aire el filo de la reja untado de madre de bancal.

   Suenan más puros y más frescos los caños en el atardecer. Hora bíblica y de romance, hora vieja de humanidad, como en todas las fuentes del mundo; como siempre. Olor íntimo del agua que toca las raíces profundas en la tierra tan tierna como un fruto descortezado; olor del agua desde el tiempo. Como en todas partes; es verdad; pero en cada pueblo, su olor. El de la fuente del pueblo donde está Sigüenza, el suyo, el mismo que recogió Sigüenza en otros años, que era el mismo de siempre; el aliento de aquel lugar desde su principio. Allí en esa eternidad y fugacidad del agua se quedaba el tiempo inmóvil y solo.

   Agua de pueblo, de este pueblo, que Sigüenza bebió hace veinte años. Tiene un dulzor de dejo amargo, pero de verdad química, que todavía es más verdad lírica. Bebiéndola se le aparece en la lengua el mismo sabor preciso del agua y de su sed de entonces. En aquella sed estaban contenidas todas las promesas de las claridades de un agua lejana para todas sus avideces. Desde aquella sed, junto a la pila de esta fuente, ¡cuánto mundo, Señor, cuánto mundo se le deparaba entre el arco de sus sienes! Y, ahora, todos esos años, los veinte años venían dóciles como corderos y se paraban a beber y mirarse en la pila viejecita donde cabía temblando el firmamento.

   -¡Como esta agua no habrá catado ninguna! -le dicen las gentes-. ¡Ya es usted otro hombre desde que llegó de Madrid y bebe de nuestra agua! ¡Un hombre nuevo!

   ¡Hombre nuevo! ¡El hombre nuevo a costa del hombre de antes, como el de las Sagradas Escrituras!"

(Gabriel Miró; Años y leguas, Agua de Pueblo, El cantarero y la fuente) 

 

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