En adelante conocí un estado del alma que no era el de la vida ni tampoco el de la muerte, sino una posición de frontera en la cual vida y muerte se parecían y se diferenciaban. Me veía entre dos noches: la noche de abajo, es decir, la del mundo que yo abandonaba y cuyas formas, colores y sonidos me parecían ya inmensamente lejanos; y la noche de arriba, en la que mis ojos no vislumbraban ni el más leve signo del amanecer. Colocado entre una y otra noche, digo que mis ojos no se apartaban de la segunda, como si aguardasen no sé yo qué día venidero. Porque mi alma, pese a su desasimiento y abandono, sentíase misteriosamente cautiva, tal como si, al azar, hubiese mordido el anzuelo invisible de un invisible pescador que tironease desde las alturas. (...) [*]
domingo, 7 de mayo de 2006
Estados del alma
(Algunos pensamientos de finales de la semana anterior).
Hay momentos en que tomamos conciencia de que todo este mundo y sus afanes son pasajeros y muchas veces, aunque bellos, engañadores (cuando los tomamos más en serio de lo que se merecen). Y deseamos conocer con plenitud. Pero sabemos que aquí estamos, todavía aquí estamos.
En momentos como ese, no hay nada mejor que entregarse a Dios en la oración. Entregar momentos de la vida a Dios. Mediante la oración, separar esos momentos y ponerlos en la esfera divina. Solamente decir las palabras. Cantar sus alabanzas.
[*] Adán Buenosayres, Libro sexto (Cuaderno de Tapas Azules), VII; Leopoldo Marechal.
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