domingo, 7 de mayo de 2006

Estados del alma

(Algunos pensamientos de finales de la semana anterior).

En adelante conocí un estado del alma que no era el de la vida ni tampoco el de la muerte, sino una posición de frontera en la cual vida y muerte se parecían y se diferenciaban. Me veía entre dos noches: la noche de abajo, es decir, la del mundo que yo abandonaba y cuyas formas, colores y sonidos me parecían ya inmensamente lejanos; y la noche de arriba, en la que mis ojos no vislumbraban ni el más leve signo del amanecer. Colocado entre una y otra noche, digo que mis ojos no se apartaban de la segunda, como si aguardasen no sé yo qué día venidero. Porque mi alma, pese a su desasimiento y abandono, sentíase misteriosamente cautiva, tal como si, al azar, hubiese mordido el anzuelo invisible de un invisible pescador que tironease desde las alturas. (...) [*]

Hay momentos en que tomamos conciencia de que todo este mundo y sus afanes son pasajeros y muchas veces, aunque bellos, engañadores (cuando los tomamos más en serio de lo que se merecen). Y deseamos conocer con plenitud. Pero sabemos que aquí estamos, todavía aquí estamos.
En momentos como ese, no hay nada mejor que entregarse a Dios en la oración. Entregar momentos de la vida a Dios. Mediante la oración, separar esos momentos y ponerlos en la esfera divina. Solamente decir las palabras. Cantar sus alabanzas.
[*] Adán Buenosayres, Libro sexto (Cuaderno de Tapas Azules), VII; Leopoldo Marechal.

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