martes, 21 de febrero de 2006

Frenar y contemplar

Parece ser que hoy hay que vivir rápido; es muy difícil no vivir rápido. Sin embargo, tendríamos que frenar un poco. No podemos tener todo: ir rápido y profundo no se puede. Para ir profundo hay que ir lento. ¡No sé cómo cambiar tantas cosas de la forma de vivir moderna! Muchas quizás no se puedan cambiar. Pero algo hay que cambiar.

Por un momento pensé, al leer “...Ejercicios en la vida diaria”, que ese libro me permitiría meditar en medio de la vorágine. Y fui un iluso. Porque eso es imposible. Si querés meditar debés, de alguna manera, frenar. ¡Cómo me sorprendió cuando leí la introducción que decía que los ejercicios propuestos, en su modalidad no dedicada sino en la vida diaria, requerían una hora de tiempo! ¡Y yo que quería algo para meditar mientras me apuro para pasar el semáforo en "naranja" o mientras saco las tostadas con la mano izquierda!

En la "Evangelium Vitae", punto 83, Juan Pablo II nos dice, recordando la "Centesimus Annus", que “urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa”.

Si hay algo de la forma de vida moderna que impide llegar a Dios (o dejarse encontrar por Él), eso es la falta de la capacidad contemplativa (digo yo).

¿Hace mucho que no pasás un viaje de tren entero mirando por la ventanilla? ¿Hace mucho que no llegás a casa sin prender televisión, radio, poner un “dividí” o conectarte a Internet? No sé si ese es el camino, si debo intentar por ahí. Pero por algún lado debo intentar.

Y para quien ande con tiempo, les dejo un framento de la "Evangelium Vitae":

83. Enviados al mundo como «pueblo para la vida», nuestro anuncio debe ser también una celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar precioso y significativo para transmitir la belleza y grandeza de este Evangelio.

Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa. [107] Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad. [...]

[107] Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 37: AAS 83 ( 1991 ), 840.

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