Voy a comprar helado.
Los ruidos de mi pueblo, con respecto a los de mi ciudad natal, son como el clima meditarráneo respecto a algunos climas costeros (como el de Buenos Aires). El ruido de Buenos Aires es contínuo. Fuerte de día. Y a la noche baja, pero no mucho. Como el calor.
En cambio la avenida de mi pueblo es bien bulliciosa de día, de lo más ruidoso en la zona. Pero a la noche referesca, perdón, se silencia. Y se silencia como en un pueblo. Como en la ciudad ya no se conoce. Como el clima mediterráneo, calor de día, pero de noche refresca.
Compro helado.
La noche está fresca, y poniendose silenciosa. Uno de los últimos ruidos del día, de esos que a la noche sólo se escuchan cada media hora o más; algo en movimiento en un cielo quieto, como una estrella fugaz; uno de esos ruidos es un colectivo nocturno.
Y un colectivo nocturno que pasa al lado mío como una exhalación (los colectivos de la provincia, por la noche, con la avenida libre y los semáforos en amarillo intermitente, adquieren velocidades de rango comparable al de las estrellas fugaces) lleva a personas que quizás nunca me vuelva a encontrar. Nuestras órbitas se cruzaron sin colisionar al momento en que yo salía de la heladería y ellos quién sabe qué rotación sobre su eje hacían dentro del colectivo.
Alguno iría a trabajar, otro volvería a casa. Uno trabajará de guardia en algún edificio paquete de más allá. Otro vendría de dar clases por aquellos otros lares. Yo fui a comprar helado.
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