El mandato de la renuncia a uno mismo es algo que hoy más que en otras épocas (aventuro) se estrella contra la mentalidad dominante. Hoy en día, y en mi país por lo menos, estamos en la época del "cuidarte es quererte", de la "autorrealización" (ver cosas relacionadas con este post y el anterior en aquel otro de "Finitud").
La renuncia a uno mismo es un mandato inmenso. El mundo de hoy lo vería como una locura. Y aún los que creemos en Jesús estamos tentados de "malentenderlo". Renunciar a uno mismo poco tiene que ver con el aislamiento budista del mundo, de los sentidos. Renunciar a uno mismo requiere estar muy "conectado" con el mundo. Renunciar a uno mismo no es no conocerse a uno mismo. Juan Pablo II ya en la introducción de "Fides et Ratio" habla del "conócete a ti mismo". Después de todo, ¿cómo renunciar a uno mismo sino sabemos quiénes somos, cómo somos?"
Renunciar a uno mismo es poner al otro antes, ¿no es así? Eso es renunciar a uno mismo. Es dejar el primer lugar, es lavar los pies del otro. No es nada muy distinto al amor. En la renuncia a uno mismo se encuentra el mayor crecimiento, la mayor felicidad. ¡Qué paradójico que suena! ¡Ya lo creo que hacía falta un Dios que se haga hombre para revelarnos esto que nuestra "entendedera" tan torpe no podría haber adivinado nunca! Intuido, quizás, puede ser, yo creo en la buena fe y en sus posibilidades. Pero menudo tropezón dio Adán allá en el paraíso; necesitamos que alguien nos de una mano para levantarnos, que nos abra un poco la cabeza para entender.
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