miércoles, 27 de abril de 2005

Látigo o caricia

"La caridad como látigo o como caricia", me había dicho alguien una vez. "Como León Bloy o como Don Bosco", agregaba. Eso me abrió mucho la mente.
Creo que son dos "carismas". Son los dos posibles y "valederos". Aunque debo confesar que lo del látigo siempre me cuesta. Jesús es Jesús y él hizo lo mejor. Y habrá quienes están autorizados moralmente a dar el latigazo en alguna situación particular. Yo no creo estar a esa altura.
Entiendo también que uno puede hacer daño al otro cuando quiere hacerle bien y eso es mejor que serle indiferente. No estoy con los falsos "pacifistas" de ahora. Me disgusta el "vivir y dejar vivir". Creo que Unamuno dice cosas muy buenas al respecto de hacer daño al otro buscando su bien (ver aquello que trajo Hernán de la "Vida de Don Quijote y Sancho", y estimo que sería interesante leer "Paz en la Guerra").
En cuanto a "defender a Jesús o a la Vírgen" ejerciendo algún tipo de acción "latigante" sobre alguien que los haya "agredido", eso es para mí un dilema. Mac Ian parece haberlo resuelto. Pero fue un gran dilema hasta para San Ignacio, que por entonces no era tan santo.
Ellos son los "protagonistas" de los siguientes dos fragmentos, en cierta forma "opuestos". Uno de "La Esfera y la Cruz", de Chesterton, rescatado de un post de Ens y con toda la introducción de Eduardo, el otro de la "Vida de san Ignacio de Loyola", de Albert Longchamp. Uno decidido hacia un lado, otro que frente a la contradicción deja que alguien más resuelva.
El primero:
Mac Ian y Turnbull tratan de batirse. Ya se sabe, es La Esfera y la Cruz, de Chesterton. Al montañés escocés católico, recién llegado a Londres, lo ofendió un panfleto contra la Virgen María que había publicado el escocés ateo y que tenía expuesto en la vidriera de El Ateísta, su periódico, a la vera de la catedral de San Pablo.
Desde entonces tratan de batirse, porque ambos creen que vale la pena, y nadie los deja. Literalmente nadie. Porque nadie entiende que haya que batirse. Por nada. Y menos por eso. Entre tantos 'nadie', aparece, en el capítulo V, un discípulo de Tolstoy y Shaw. Un gordo pacifista que insiste en tratar de impedir el duelo.Ni siquiera Turnbull, y mucho menos Mac Ian, lo soportan más, ni a él ni a sus discursos sobre el amor y la paz y el principio superior y la no violencia. De modo que, finalmente, y entre ambos, logran ahuyentarlo.Pero Mac Ian cree que ha sido un ángel. Una aparición que le permitió ver de un trazo lo que podría haber sido de ambos:
- ¡Y qué! Ése hombre era un ángel -dijo Mac Ian.
- No sabía yo que fuesen tan triste cosa -respondió Turnbull.
- Sabemos que los diablos citan a veces la Escritura y falsifican el bien -replicó el místico-. ¿Por qué los ángeles no han de mostrarnos alguna vez el negro abismo en cuyo borde estamos? Si ese hombre no hubiese intentado contenernos... yo acaso... acaso me hubiese contenido.
- Ya entiendo lo que usted dice -contestó Turnbull ásperamente.
- Pero ese hombre vino -prorrumpió Mac Ian- y mi alma me dijo: abandona el combate, y te convertirás en algo como Eso. Abandona juramentos y dogmas, y los principios sólidos, y te irás pareciendo a Eso. Aprenderás también una filosofía turbia y falsa. Te aficionarás a esa ciénaga de moral cobarde y rastrera, y vendrás a pensar que un golpe es malo porque hace daño, no porque humilla. Vendrás a pensar que dar muerte es malo porque es violento, no porque es injusto. ¡Oh blasfemo del bien, hace unas horas creí que le amaba a usted! Pero ahora ya no hay que temer por mí. He oído la palabra amor pronunciada con su entonación, y sé exactamente lo que significa. ¡En guardia!
Las espadas se buscaron y se oyó el ludir formidable, animado del odio y la energía antiguos; y se atacaron una vez y otra. De nuevo, el corazón de cada uno vino a ser el imán que atraía a una espada loca...
El segundo:
Íñigo deja Loyola a finales de febrero de 1522, monta sobre una muía. Se dirige hacia Navarrete, recupera los ducados que le debe la casa de Nájera (así no ha mentido a su herma­no), distribuye inmediatamente el dinero reci­bido y toma la dirección de Montserrat. Un espisodio divertido retrata a este convertido de corazón generoso, pero de juicio aún tosco. Yen­do caminando, concentra toda su atención en las enormes penitencias que cumplirá para sal­var su alma y agradar a Dios. Mientras medita estos proyectos, un moro se le cruza, montado sobre una mulilla. Los dos hombres traban conversación y terminan hablando de Nuestra Señora. Desacuerdo total. El moro no puede aceptar la virginidad de María después del na­cimiento de Jesús. Abandona entonces al pere­grino —título que se da Ignacio— y desapare­ce. Al quedar solo, a Ignacio le asalta la duda. ¡No ha cumplido su deber, no ha defendido el honor de María! ¡Va a atrapar a ese hombre y, puesto que ese moro está sordo a todo argu­mento, le apuñalará! ¿Pero es ésa la buena so­lución? Dilema: o el honor perdido de María o el asesinato. Solución: íñigo deja a la muía que camine, las riendas flojas. Una bifurcación se aproxima. Si el animal va hacia la villa a la que ha ido el moro, lo matará. Si toma otro camino, lo dejará tranquilo.
La mula escoge el camino de la tranquilidad. Así se resolvió la última tentación criminal de Íñigo de Loyola. En adelante comenzaba una nueva vida.
Sigan pensando ustedes...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es una línea difícil (imposible sin la Gracia de Dios) la que marca el límite entre el deber de soportar las injusticias y el deber de hacer justicia.